Finalmente, a eso de las 21:50 las luces se apagan. Hace un calor endemoniado. El cemento larga todo el sol que consumió en la tarde, preámbulo interminable. A mí me nace, en esos pequeños segundos de oscuridad, un recuerdo.

En los primeros años de la década del setenta, mi padre vivía en San Pablo. Un mediodía, con mi hermano vimos un programa de música en un pequeño televisor blanco y negro. Con la boca abierta apreciamos el baile exagerado de Jagger mientras la sesión de vientos metía una fuerza impresionante a "Bitch". Luego tocaron "Brown Sugar", calculo que estaban promocionando su álbum del '71, "Sticky Fingers", que revolucionó con el primer plano de una bragueta de un hombre, que se adivinaba era bastante poderoso, en la tapa. Esas figuras que habíamos visto tantas veces fotografiados en la revista Pelo, se movían, bailaban, tocaban, cantaban en el pequeño televisor blanco y negro. Tenían un cierto gusto a milagro.

Nunca fui hincha de los Rolling (o de los Stones o Rollinga como se dice ahora). Tuve algunos de sus discos pero en la catarata de vinilos que coleccionábamos con mi hermano (sin saber que algún día los cd nos traicionarían la música) se perdían. Por eso cuando mi hijo, empujado por la publicidad, empezó a ejercer sutiles presiones, dudé. Al final, como casi siempre, ganó.

Una gran explosión llena la enorme pantalla de plasma. En el medio del escenario, como de la nada, aparece Richards y salta y se agacha y toca el inmortal riff de "Jumpin Jack Flash". La música parece un viento fuerte. Jagger y el restos surgen detrás de esa máscara de música en la que se ha transformado el sexagenario Keith. A mi lado, mi hijo Agustín revolea sus trece años, incrédulo. Una pequeña envidia surca la música. Me imagino de trece parado frente a los Rolling. Qué lejos está todo aquello, el mediodía, San Pablo.

Todo suena glorioso. Con las debidas imperfecciones que solo algo perfecto se puede permitir. Termina el saltarín Jack Flash, sigue "It's Only Rock and Roll" y así el milagro continúa su curso. Los temas nuevos no desentonan con la historia. La adrenalina parece subir desde el escenario. A veces me distraigo mirando a mi hijo y a sus dos amigos (viajamos en excursión familiar con otro padre). Me pregunto que nido de memoria esas canciones estarán dejando.

Nunca fui hincha de los Rolling. Prefería a Los Beatles, Pink Floyd, Jethro Tull, The Who y varios más. Pero presiento que a mi álbum le faltaba una figurita. Me faltaba el 21 de febrero (cumpleaños de mi padre, otra "causalidad") para entender todo. Estela Magnone me había comentado "...y si te gusta el rock puro no hay como los Stones". Verlos ahí, a esos metros -que eran unos cuantos- de distancia, ayuda a entender el por qué siguen y seguirán haciendo música. Y para mí que fue allá por la quinta o sexta canción, cuando la banda en pleno con coros y bronces, tocó "Tumbling Dice" (de "Exile On Main Street ") que el recital cambió. Tal vez solo para mí, porque revivía un lejano disco simple que compré en el 72 con esa canción de un lado y "Sweet Black Angel" del otro, al que se le gastaron los surcos (que se transformaron en trincheras) de tanto escucharlo. El aire tomó cierto olor a mi vieja casa de la calle Cuareim, tantas veces inundada por esos acordes. Luego vinieron las dos canciones de Richards como vocalista ("This Place Is Empty", una gloriosa balada de "Bigger Bang" y "Happy" polentosa y tradicional canción también de "Exile On Main Streeet") que por si solas valían el viaje, el calor, la espera.

El escenario se mueve. Lo impulsan y lo llevan al medio del campo. Ahí, más cerca del lugar en la Platea Alta San Martín (algo así como el tercer anillo de la Olímpica) donde estamos, tocan "Miss You", "Start Me Up" la nueva "Rough Justice" y "Honky Tonk Woman". Llueven remeras, trapos, toallas, lo que sea, sobre el escenario. Los músicos las esquivan, Jagger se las vuelve a arrojar al público. Wood, con sus apenas cincuenta y nueve años, y Richards se divierten. Watts aguanta a todo el grupo con su métrica y su base percusiva ("Fue lo que más me impresionó", me comentó Pepo). Ese señor de pelo blanco al que parece nada perturba, que apenas demuestra su goce con la música cuando -enfrentado y junto a Richards- cargan a todo el grupo, que sale de un cáncer de garganta y al que todos cuidan, todos miman, todos quieren, todos valoran. Los Stones no pueden darse el lujo de perder otra pata. Quedan dos Beatles, dos Who, tres Led Zeppellin y Pink Floyd es una "gran marca", como lo definió Waters. Ellos son la única banda que le ha ganado al tiempo, a los sesenta - setenta - ochenta - noventa- nuevo milenio, a las modas, a los cambios, de alguna forma a la muerte.

No hay demasiadas sorpresas en el final. "Brown Sugar" (como en aquel lejano mediodía paulista) cierra la actuación. Luego los bises. "You Can't Always Get What You Want" y, como se viene repitiendo hace cuarenta años, "Satisfaction" marca el final. Los gurises saltan, sacuden las remeras. Pepo y yo intentamos exprimir ese último momento para que no se escape nada. Saludan, fuegos artificiales, alguien le pone un abrigo a Charly Watts (lo cuidan). Se van, termina el recital. Hay más fuegos artificiales. Ahora sí, terminó.

Nunca fui fanático de los Rolling Stones pero a los 48 años presiento que eso empieza a cambiar.

Sin problemas abandonamos el estadio en búsqueda de los ómnibus que nos depositarán en el centro. En la oscuridad, rodeado de gente que disfrutaba sus propias historias, me sentí justo. Le había regalado a mi hijo un momento para siempre. "Ahora tienen derecho a hincharle las pelotas hasta a sus nietos con esto: yo vi a los Rolling" les dije a los tres. Ellos asintieron mientras sonreían.

Y me sentí justo con otros pibes de trece, quince, diecisiete, veinte y más que se hubieran muerto por estar ahí en mi lugar. Para ellos la posibilidad de ver a los Rolling (o a los Beatles, o a Pink Floyd, o a Jethro Tull, o a los Who, a Santana, a Crosby, Stills, Nash and Young o a la olvidada Keef Hartley Band) era una quimera que ni se atrevían a soñar por temor al ridículo. Esos -los que fui a los trece, quince, diecisiete, veinte y más- no pudieron cumplir ese anhelo, ese sueño imposible.

Pero yo, como buen justiciero, lo cumplí por todos ellos.



Publicado en el semanario "El Pueblo" y en el mensuario "A Tiempo"

Luis Fernando Iglesias