Pocos oficios han generado tanto misterio en su derredor como el de escribir. Es cierto que han sido los mismos escritores quienes fueron agregando contenidos cada vez más abstrusos, míticos o esotéricos a su propio quehacer, intentando ofrecerse contingencias u oscuridades de todo tipo, y casi increíblemente una buena cantidad de lectores ha consumido -y lo seguirá haciendo- esas fantasías que los mismos autores pergeñan y hacen públicas desde ese extraño objeto en apariencia destinado a resistir todas las tormentas de la modernidad: el libro.

Y también es cierto que algunos de estos plumíferos han convertido esas comunes o infrecuentes circunstancias en extrañezas capaces de aumentar la tirada de sus libros, agregándoles contenidos mágicos a una tarea bastante parecida a cualquier otra. No es paradójico, además, que lo que distancia a un gran escritor de otro no tanto, sea la cantidad de significados dramáticos que este último suele agregarle al simple arte de contar una historia.

Quizá más valioso resulte para la curiosidad de la gente, incluidos quienes desean con fervor incorporarse al mundo de la literatura, conocer algunos tics o rutinas de aquellos que han pasado a la galería de los famosos. Caprichos, manías, disciplinas o inconstancias de esos animalitos lápiz u ordenador en mano, siempre han llamado la atención y suelen encontrarse en esos manuales que no deben faltar en ninguna biblioteca que se precie, como es el caso de El oficio de escritor, una compilación de frases, dichos y opiniones de un selecto grupo que integran, entre otros, Onetti, Pessoa, Faulkner, Carver, Monterroso, Steinbeck y Bioy Casares.

Y si bien es cierto que no es demasiado importante saber que Nabokov escribió toda su obra de pie y frente a un atril, o que García Márquez, después de estacionar su Mercedes rojo, debía enfundarse en un mameluco para llevar al papel algunas de sus deliciosas fantasías, también lo es que, más allá de fatuidades o vanos sacramentos, a casi todo el mundo le interesa conocer algo de la intimidad de esos hombres y mujeres que han derrotado una de las variables más inexpugnables de toda lógica: el paso del tiempo, el arribo a la inmortalidad.

“Decirse es sobrevivir”

El volumen se divide en cinco partes: “Semillas”, “El oficio”, “Los malos momentos”, “Consejos y decálogos” y “Sobre lo divino y lo humano”, las que agrupan un variado número de textos seleccionados por Ana Ayuso, una periodista y profesora de escritura creativa que forma parte de una importante experiencia tallerística española. Los escritos van de lo solemne a lo irónico, y por lo general, teniendo en cuenta el prestigio de quienes los firman, van dirigidos a un oculto cazador de recetas que sin embargo poco podrá hacer con ellas. Porque, después de todo, ninguno de estos escritores puede llegar a una conclusión irrevocable acerca del oficio que lo ha ocupado de por vida.

Misterio o fatalidad, impreciso impulso, delegación, estado de gracia: ¿cómo definir esa pulsión que termina con una idea convertida en un cuento o una novela? García Márquez se lo pregunta de este modo: “¿Qué clase de misterio es ése que hace que el simple deseo de contar historias se convierta en una pasión, que un ser humano sea capaz de morir por ella, morir de hambre, frío o lo que sea, con tal de hacer una cosa que no se puede tocar, que al fin y al cabo, si bien se mira, no sirve para nada?” De allí a la noción de fatalidad tal como la planteaba nuestro maestro Onetti, hay prácticamente un solo paso. La idea de lo inasible, cuando no decididamente inexplicable, recorre uno tras otro los párrafos reunidos. La exquisita Virginia Woolf lo comentaba de esta manera: “Me parece posible, y quizá deseable, que yo sea la única persona en esta sala que haya cometido la locura de escribir una novela”, y de inmediato se preguntaba lo siguiente: “¿qué demonio me habló al oído y me impulsó a seguir el camino de mi perdición?”.

Están sin embargo aquellos para quienes el ejercicio de la literatura ha sido un atajo en ese permanente escape de la locura que suele asediar a algunos espíritus. Flaubert sostenía que “la única forma de soportar la existencia es aturdirse en la literatura como en una orgía perpetua”, entre tanto Fernando Pessoa llegó a afirmar que “Escribir es como la droga que me repugna y tomo, el vicio que desprecio y en el que vivo. (...) Moverse es vivir. Decirse es sobrevivir”. Pero muchas veces ese vértigo hacia la salvación puede entrar en conflicto con formas de relacionamiento más o menos domésticas. Quienes hayan leído alguna vez a Dalton Trumbo, recordarán el súbito terror de su esposa –confesado en el prólogo a La noche del Uro, y en vistas de la incorporación compulsiva que aquel hacía de sus personajes- cuando le dijo que pensaba escribir una novela sobre un exterminador nazi. Y también muchos recordarán las dolorosas memorias de Raymond Carver al narrar las dificultades que sus dos hijos pequeños le representaron al comienzo de su carrera literaria.

“¿Cómo fui capaz”?

“Yo vivo muy encerrado, siempre muy encerrado. Voy de aquí a mi oficina y párale de contar. Yo me la vivo angustiado. Yo soy un hombre muy solo, solo entre los demás”, decía el mexicano Juan Rulfo, y sus palabras nos llevan necesariamente hacia otras figuras, como el ya mencionado Pessoa o el checo Franz Kafka. Y es que, por más de tratarse de una profesión tan terrenal como muchas otras, el arte de escribir también tiene sus penurias y necesidades poco recomendables. También la inseguridad acerca de la propia obra lleva a frases desgarradoras como esta de, nuevamente, Virginia Woolf: “Nota: desesperación ante lo malo que es el libro; no alcanzo a comprender cómo fui capaz de escribir semejantes páginas, y con tanta excitación; esto fue ayer; hoy vuelve a parecerme bueno. Escribo esta nota para advertir a otras Virginias que escriben otros libros que así es la cosa, ahora arriba, ahora abajo. Y sólo Dios sabe la verdad.”.

Esa sensación de intemperie o de soledad también la resume John Cheever, con una ironía no exenta de amargura: “Sueño con una esposa y amante tierna, rubia o morena, con una personalidad transparente. ¿Y cómo voy a encontrarla encorvado sobre la máquina de escribir en un cuarto cerrado?”. En cambio, para Katherine Mansfield, en tanto se haya ocupada en la construcción de una historia, “la vida con otra gente se convierte en una confusión”. Y mientras Robert Musil hablaba de la voluptuosidad de estar solo, Jean Cocteau sostenía, con una bellísima imagen, que la soledad “recoge mi azogue”.

Al recuerdo de los barteblys del catalán Enrique Vila-Matas, aquellos escritores que a cierta altura de sus carreras decidieron “no hacerlo más”, no es malo recordarles a quienes les gustaría verse sentados frente a una pantalla seis o siete horas diarias para poder ganarse el pan contando historias, que escribir también cansa, como diría Pavese, y que a veces aburre y otras altera los nervios, y hasta a veces se transforma en una maldición, tal como se quejaba Clarice Lispector. No son pocos también quienes confunden hado con enfermedad, y quienes para desarrollar su tarea pueden llegar a extremos de consideración: “Hay que escribir en la oscuridad, como en un túnel”, tal como alguna vez dijo Kafka.

Acaso una de las partes más sabrosas del libro sea la última, la dedicada a los consejos, entre los que se encuentra, como no podría ser de otra manera, el sabio decálogo de Horacio Quiroga. Pero también uno se tropieza con líneas de talento y fineza, como cuando Carver nos dice que el escritor “no necesita juegos ni trucos para hacer sentir cosas a sus lectores”, o cuando Bioy Casares, Ray Bradbury y William Faulkner nos mandan a corregir con fervor nuestros originales.

Pero acaso uno de los consejos más geniales de todos los alguna vez dados a un escritor sea el primero de los doce que forman el decálogo de Monterroso. Dice así: “Cuando tengas algo que decir dilo, cuando no también. Escribe siempre.”

EL OFICIO DE ESCRITOR, selección de Ana Ayuso, Punto de Lectura, Madrid, 2003

Hugo Fontana