Fecha

2002

Categoría

Narrativa

Después de la iglesia iluminada y florecida para nuestra boda, después de los valses y la torta de tres pisos, enredados en las sábanas de la cama del barco que nos llevaba a una luna de miel en Paris, Ramona me dijo que si algún día dejaba de quererme, ella misma se encargaría de decírmelo. La pasión por sus brazos blancos y finos, la locura que me provocaba el contraste entre su piel y el oro con brillantes de sus pulseras, hizo que sus palabras pasaran de largo por mi entendimiento, aunque el comentario quedó latiendo en los recovecos de la memoria. Un conocimiento olvidado, una enfermedad agazapada. Siempre recordaré el tiempo idílico que pasamos en la quinta del Prado que nos regaló su padre, Ramona se ocupaba del jardín y de dar las órdenes en la casa, y yo salía cada mañana a la oficina del centro en el tranvía de las ocho y treinta y tres. Cuando volvía a las cinco en punto de la tarde, ella me esperaba con el té servido y los bizcochitos de anís en un plato de porcelana con dibujos de claveles amarillos, servido junto a la ventana que daba al jardín, muy cerca de los canteros con alegrías.

Ahora miro este otro paisaje por esta otra ventana, desde una cama a la que no puedo acostumbrarme, y no consigo recordar tardes más apacibles.

A los seis meses de casados me sorprendió su anuncio de que el jardín la aburría, que nunca había logrado interesarse realmente por las variedades de rosas, que la casa funcionaba muy bien con o sin sus cuidados, y que esa misma tarde había pedido a su padre que le comprara un automóvil para visitar a las Ramírez en Pocitos y a las Dufau en la Ciudad Vieja. Don Luis había prometido hacer lo posible para que ella tuviera su Jaguar antes de terminar el mes, para la fecha del cumpleaños de Toti Estrada que había insistido tanto en que Ramona no faltara a su fiesta. Yo dije alegrarme mucho con la promesa de mi suegro, y tal vez hasta lo haya sentido. Después de todo nadie tenía un Jaguar en el Prado, donde ni siquiera hubo puestos de combustible hasta finales de ese mismo año.

La rutina del té de las cinco y de los bizcochitos servidos entre claveles amarillos sufrió algunos cambios. Lo descubrí la tarde en que llegué a casa a la hora de costumbre, pero la mesita junto a la ventana que da al jardín no estaba tendida con el mantel habitual de hilo blanco y la porcelana de flores. Sobre la repisa de mármol de la chimenea había una tetera blanca con aspecto de recién comprada y un par de tazas iguales que se apilaban al costado, en lo que me pareció una invitación a servirme yo mismo o quedar con las ganas. Un plato desconocido me ofrecía tres scones, y sospeché antes de probarlos que eran los que habían sobrado del desayuno. No quise discutir los cambios con la mucama y me limité a preguntar por Ramona.

-La señora está en su dormitorio, llegó cansada de sus visitas y no va a bajar a tomar el té.

Con aquella taza ajena a mis tardes haciendo equilibrio entre las manos, me senté en el lugar de costumbre, junto a la ventana, mirando el jardín y el cantero florecido de alegrías del hogar, sin mantel de hilo ni compañía.

El llamado telefónico de Ramona a la oficina, siempre al mediodía, había sido una agradable rutina que cortaba mi jornada laboral y el tedio del trabajo, una isla donde alejarme por unos minutos de los clientes y los problemas de la empresa de mi suegro. Un jueves a las una y media de la tarde, ya depuestas mis esperanzas de escuchar su voz en el aparato, telefoneé a casa. La mucama dijo que Ramona había salido temprano, y que no había dispuesto nada para el almuerzo ni para la hora del té, aunque para la cena tendríamos las perdices que había mandado don Luis del campo.

No hice reclamos a mi esposa, pero tampoco volví a recibir sus llamadas.

Nuestra vida social era intensa al punto que todos nuestros fines de semanas estaban llenos de fiestas, reuniones o celebraciones de algún tipo. Después de trabajar de lunes a viernes en las oficinas, aquello era un esfuerzo agotador que yo hacía sólo por complacer a mi esposa.

Uno de aquellos sábado de champagne y caviar, yo circulaba por el salón principal de la casa de Eduardo Blanco cuando vi algo que llamó mi atención. Si no hubiera estado tan aburrido difícilmente me hubiera fijado en el juego de vajilla en el que el mozo servía los canapés, pero el tedio, que parece tender al análisis de los detalles, me hizo fijar la atención en los claveles amarillos que asomaban debajo de las canastitas de salmón ahumado.

Intento darme vuelta en la cama, pero el procedimiento es lento. Hace tan solo dos días me visitó Eduardo y no fui capaz de preguntarle nada, tan grande era el disfrute que sentí al encontrarme frente a su horror, viendo cómo desviaba la mirada cada vez que sus ojos chocaban contra mi cara.

Desde que don Luis había llegado con el Jaguar blanco serpenteando por el camino de álamos de la entrada a la casa, ya no me había sido posible mantener la certeza de cruzarme con Ramona.

Algunas veces no la encontraba al llegar de tarde, otras veces la mucama me explicaba que aún dormía, o si por fin lograba que hablara conmigo por teléfono, lo hacía con la voz ausente de quien atiende la confirmación de un pedido de almacén o la llamada mensual de un pariente lejano.

Una mañana, antes de salir para el trabajo, advertí que el juego de sala Luis XV, aquella obra de arte que combinaba palo de rosa y suave pana francesa y que había pertenecido a los abuelos de Ramona, ya no estaba en su sitio ni en ninguna otra parte de la casa. Un único sillón de estilo incierto y tapizado en un género ordinario ocupaban el sitio vacío. Indeciso entre subir al dormitorio a despertar a Ramona o dejar las preguntas para más tarde, vi pasar a la mucama con los restos de mi desayuno.

- Clara, no recuerdo haber visto este mueble anoche.

- No señor, el camión vino muy tarde, creo que eran más de las doce. La señora Ramona vigiló que embalaran correctamente el juego Luis XV para evitar golpes o rayones en la madera, dijo. Y ordenó a los peones de la empresa de mudanzas que pusieran el silloncito en este sitio. Seguramente usted dormía, señor ¾ me pareció detectar una nota de sorna en la voz bien modulada.

Esa tarde Ramona no llegó a la hora del té, y cuando lo hizo, minutos antes de la cena, parecía cansada y con pocas ganas de responder a mis preguntas sobre mobiliarios y desapariciones. Por eso y por el miedo que crecía en mí, decidí dejar el tema para mejor oportunidad. Pero no fue posible, porque ya no volví a ver a mi esposa por la tarde, al llegar del trabajo. Me fui acostumbrando a la tetera sobre la chimenea, al juego de losa blanca y a mirar las alegrías del hogar desde mi soledad junto a la ventana, donde coloqué el sillón llegado entre gallos y mediasnoches.

Ya es la hora de mis curaciones y empiezo a transpirar. En pocos minutos se abrirá la puerta y entrará la mujer vestida de blanco y de sonrisa impersonal, sus gasas, sus ungüentos y sus tijeras, toda la ciencia aplicada a mantener con vida un cuerpo muerto.

El dormitorio de Ramona y el mío eran gemelos, dos habitaciones amplias e iluminadas comunicadas por una puerta, que ella había tenido el buen gusto de amueblar manteniendo el carácter de cada uno pero en total armonía de estilos. El reloj que había sobre mi cómoda era un regalo de sus tíos, una joya valiosísima venida directamente de una reconocida casa suiza que llevaba siglos midiendo con precisión el tiempo de los ricos. Una noche entré y no lo vi, y aunque no me asombró la desaparición lo busqué con la mirada alimentando la ilusión de que la mucama lo hubiera cambiado de sitio, pero con la íntima certeza de que ya no lo encontraría. El reloj no estaba, y sobre mi mesa de luz descansaba un aparato de acero de inoxidable que martillaba los segundos con estrépito de picapedrero. Lentamente me saqué la ropa, me puse el pijama, la bata y la pantuflas, y golpeé la puerta que comunicaba las habitaciones. El silencio se prolongó por unos instantes antes de que yo abriera, y sólo fue interrumpido por mis pasos recorriendo la habitación de mi esposa. A la derecha de la cama todavía sin abrir había un dressoir con espejo, y sobre el estante de mármol un paquete cuidadosamente embalado, del tamaño del reloj.

Volví a mi habitación y me acosté, pero no pude dormir. Pasadas las doce de la noche escuché a Ramona entrar a su dormitorio. Hablaba en voz muy baja con alguien que salió de su habitación de inmediato, y a los pocos minutos me llegó el ruido asordinado de la puerta de calle.

- Ramona - llamé, tratando de ser imperioso.

Escuché unos pasos que se acercaban. Su voz sonó cansada y en susurro desde la puerta que nos unía.

- Aquí estoy, querido.

Se acercó a mi cama, se tendió a mi lado completamente desnuda y me rodeó con sus brazos tan finos, tan blancos.

Aquí estoy, querido.

Me rodeó con aquellos brazos lechosos y yo escuché sus pulseras de oro y brillantes chocando entre sí, tocando su piel y la mía.

- Aquí estoy, querido.

Después se acabaron las palabras, ella hizo que se esfumaran las ideas, y yo la odié por eso y por tantas cosas.

Y ahora, sumido en esta inmovilidad, inerte e inútil, sé que el dolor y el odio que ella me dejó se han convertido en el único contacto con los sentimientos.

El miércoles a mediodía la llamé por teléfono. Sabía que estaría en casa porque le había ordenado a la mucama que preparara el cordero para el almuerzo. Se lo escuché decir desde la puerta cuando me iba a trabajar.

- La señora Ramona está almorzando, señor.

- Por favor, Clara, vaya y dígale que estoy al teléfono.

La mucama suspiró de manera ostentosa.

-Es que está almorzando con el señor Eduardo, y me dijo que no le pasara llamados, -dijo, y luego agregó enlenteciendo las palabras- ¿Le aviso igual?

Sentí la frente húmeda, pero seguí adelante.

- Sí, por favor. Dígale que es muy urgente.

Traté de pensar qué urgencia inventaría en los segundos que me quedaban hasta que Ramona tomara la llamada. La mujer dejó el aparato, escuché alejarse sus pasos y yo repasé en mi mente enfermedades fulminantes, muertes inesperadas e incendios arrasadores. Nada tuvo mayor sentido cuando la voz, la misma voz volvió al teléfono.

-La señora Ramona terminó de almorzar y en estos momentos sale con el señor Eduardo al centro. Dice que deje dicho qué sucedió, que en todo caso ella lo llama cuando vuelva.

Sentí mi frente y mi espalda empapadas de humillación. Con el último decoro pronuncié algunas palabras, que pudieron haber sido:

- Es algo personal, me comunicaré con ella más tarde.

Eduardo me visitó el martes, se sentó a mi lado y lo vi desviar la mirada. Sentí su repugnancia como un triunfo final. Dijo que volverá la semana próxima, el mismo día, y entre martes y martes no hay casi nada más que odio, dolor y curaciones inútiles.

Pasé el resto de la tarde pensando qué le diría a Ramona, tratando de idear algo que despertara su remordimiento o su culpa o su horror. Volví a pensar en enfermedades fulminantes, muertes inesperadas e incendios arrasadores. Imaginé la muerte de su padre, un ataque al corazón en su despacho, a sólo dos puertas por medio del que yo ocupaba. Pensé en don Luis tirado sobre su alfombra de Bokara, agarrándose el pecho para detener el colapso, largando babas blancas y espumosas por la boca, intentando entre convulsiones gritar el nombre de su hija. Moriría allí mismo, caído y solo, o en el mejor de los casos quedaría hemipléjico e inválido para el resto de su vida. Pero la suya sería una muerte inútil porque Ramona recién lo sabría de noche, cuando volviera, entrara alegre y despreocupada, con las mejillas rojas, se encontrara con mi mirada y adivinara que algo gravísimo había sucedido.

Al llegar a la casa lo primero que vi fueron los cambios. Las alfombras belgas y las acuarelas inglesas habían desaparecido, pero esta vez siguiendo una lógica diferente a la que ya me estaba acostumbrando. Pisos y paredes lucían desnudos, con las marcas de los objetos ausentes como llagas, a la vista y sin disimulo posible. Ninguna reproducción barata, ninguna alfombra de algodón áspero. Sólo ecos y vacío.

Busqué el té de la tarde sobre el estante de la chimenea, las tazas baratas, pero no estaban.

Llamé a la mucama, fui hasta la cocina, recorrí las habitaciones de servicio. La mucama y la cocinera habían desaparecido, no quedaba nadie en la casa.

Antes de regresar a la sala llena de ecos extraños descubrí una botella de cognac francés en la cocina, y pensé en beberla antes que se evaporara su contenido y el vidrio se disolviera en la nada. Me senté en el salón vacío, en el silloncito que yo mismo había colocado al lado de la ventana, mirando los canteros con alegrías del hogar. Creo que la bebí toda y el alcohol hizo su trabajo en beneficio del odio.

Salí de la casa, crucé el jardín, fui hasta el galpón del fondo, traje a rastras uno de los enormes bidones de combustible que don Luis dejaba cada semana, y antes de avanzar en el living ya vacío de todo objeto, desde la misma puerta de entrada empecé a rociarlo. Fui trazando senderos anchos y ondulados, caminos caprichosos que dibujaba espirales en el suelo de madera de eslabonia de la sala.

Me resultó divertido dibujar figuras, rayas aceitosas, locos arabescos de olor penetrante sobre las tablas oscuras del parqué. En algún momento escuché el sonido de la puerta de calle, abriéndose.

Era Ramona que contemplaba el espectáculo, de pie, el cigarrillo encendido en la mano derecha. Antes de tirarlo, antes de que yo viera las llamas recorriendo con exactitud de copista las volutas que acababa de dibujar, antes de que yo comprendiera que estaba entrampado entre la pared de ladrillos y la pared de fuego, Ramona me sonrió y me dijo:

- Ya no te quiero.

No llegué a verla cuando cerró la puerta, llamas rojas y remolinos negros apretaban mi espalda contra el muro y me desmayé a los pocos minutos, mucho, mucho antes que llegaran los bomberos y rescataran este resto humano que el odio y el dolor todavía mantienen vivo.


Cuento inédito.


Mercedes Rosende