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Narrativa


Ernesto


Tras la puerta cerrada, más nervioso de lo que podría admitir, Ernesto escanea la página “Avisos Personales” en busca del suyo. Ahí está, en la tercera columna, “Ellos buscan ellas”, tercero desde abajo. Diario de mierda, podrían usar una letra más grande. El mensaje es muy simple. Caballero casado, buena presencia, busca chica pecosa, 20-40, para romance clandestino. Casilla de Correo No. 6928. Claro que soslaya información vital, por ejemplo su edad (bordeando los cincuenta), pero las eventuales carencias se compensan sobradamente con la presencia de la palabra clave: caballero. Las chicas interesadas deben tener bien claro que él no es un vulgar “hombre”, ni siquiera “señor”, sino ese fundamental algo más, esa especie en extinción, un caballero. Las implicancias del término son infinitas. La palabra elegida anuncia que el redactor del aviso busca algo más que sexo a las apuradas en la pausa del almuerzo, una sesión de placer culpable bajo el espejo de un hotel de cuarta: todo lo que ocurra ocurrirá con clase, con distinción, y con la presencia, vaga pero tangible, de ese sentimiento del que tanto él como la potencial pecosa estarán sin duda huyendo: el amor. Y es que la elección de la palabra romance tampoco es casual: Ernesto busca algo a medio camino entre la mera satisfacción de los instintos y la pasión que los trasciende. Pero (¡atención, pecosas!) este romance, a pesar de todas sus bellas características, deberá ser clandestino. Nada de dejarse ver en público, de exponerse a las miradas críticas y maliciosas de la sociedad, al peligro. Al fin y al cabo, hay un vínculo matrimonial de por medio, y Ernesto respeta profundamente a la persona con la que este vínculo lo liga, hasta que la muerte los separe.

El anuncio, si uno se pone a pensar, está muy bien redactado. Orgulloso, estira las piernas, apoya los talones sobre el felpudito. Buena presencia. Ernesto entiende que la proyección de la panza por encima del cinturón, el avance implacable de la calva, y los dientes manchados de nicotina, no restan veracidad a esta información. Buena presencia es una categoría más abstracta, que involucra el magnetismo de su mirada, la argumentable elegancia de sus manos. Buena presencia es un atributo indefinible, que no tiene nada que ver con elementos aislados y prosaicos como la barriga o la decadencia del ímpetu capilar. Ernesto se congratula de haber encontrado dos palabras que dicen tanto de su estado físico como de su condición social.

Y ahora llegamos a lo importante. Chica pecosa, 20-40. Otros términos barajados fueron joven, mujer, señora. Pero chica es el ideal. Lo que se pierde en elegancia se gana en informalidad, en simpatía, en transmitir una idea de juventud que halagará a las mujeres de 40. Y el requisito sine qua non, más importante aún que los latos márgenes de edad establecidos: pecosa. Dios mío, piensa Ernesto, cómo me gustan las pecosas. No en vano me casé con una. Es una lástima que con los años se le hayan ido borrando, lenta pero irremisiblemente, las pecas más excitantes, las que salpicaban su tersa, hermosa espalda. De alguna forma, las que cubren sus altos pómulos y sus pequeños pechos no llegan a compensarle la pérdida de las pecas dorsales. Nunca se lo dirá, no le causaría el dolor de saberse menos atrayente, pero es así, qué se le va a hacer. Esperemos que mi fémina clandestina sí las tenga, se dice Ernesto. Es algo que va a tener que averiguar. La idea de unos suaves omóplatos cubiertos de pecas lo hace estremecerse de anticipación y de placer. Deja caer el diario, cierra los ojos, se queda un rato tejiendo sueños sobre el water.


Magela


El cortado se le enfría y el interno, allá lejos, no para de sonar, pero ella no despega la vista de la página. Ha sido un día caótico: los dos jefes están inaguantables, a media tarde se colgó el servidor, y para peor Martha llamó diciendo que estaba con vómitos. Mucho trabajo para una sola secretaria. Bien se merece un minuto de relax, instantes de reflexión robados a la computadora y al teléfono, un remanso de paz entre la histeria.

Sus ojos duchos suben y bajan por la hoja, registran y descartan datos con una rapidez casi informática. Está acostumbrada. Lleva años haciéndolo, es una experta en leer entre líneas, en penetrar la parquedad y también la exuberancia. Después de un número nada desdeñable de encuentros, sabe que “buena posición” se traduce por “subsisto”, que “sin vicios” no necesariamente excluye el cigarro, que “atractivo” es un término polivalente. Sabe también que tras vocablos simpáticos como “tierno” o “afectuoso” se esconden algunos de los tipos más oscuramente pervertidos a los que ha brindado sus pródigos favores. ¿Qué estoy buscando esta vez?, se pregunta. Y de golpe encuentra la respuesta. Caballero casado, buena presencia, busca chica pecosa… Alguien que me busque a mí, eso es lo que estoy buscando. Magela relee el anuncio, esta vez más despacio, y lo que lee le encanta. Para empezar, se siente profundamente halagada. Quiere mis pecas, piensa. Le gustan. Le gustan tanto que me llama a través del diario. Se arriesga por mí (caballero casado). Lo de buena presencia es relativo, seguro que se lo dijo la mamá, o capaz que lo cree realmente, ¿qué me importa? Lo que importa es que le gustan las pecosas. Conmigo sí que vas a ver pecas, simpático. Además, un tipo que piensa que una mujer de treinta y nueve años y dos meses es una chica, bien merece una noche inolvidable. Sólo queda pensar una respuesta interesante, un buen “nombre de guerra”, y ¡al ataque!

Alicia, la recepcionista, aparece de golpe en el umbral. Su cara trasunta nerviosismo. – Malfatti te está llamando a gritos – dice –. Yo en tu lugar iría de-in-me-dia-to –. De golpe, sus ojos se topan con el diario. – No, Magela – dice, genuinamente preocupada –. ¿Otra vez? ¿Otra vez con los avisos?

- Ya sabés que me gusta, cada tanto – responde ella, con expresión ofendida -. No veo que tenga nada de malo.

- No es leal, Magela. No está bien. No es ético, no es de buena persona - y Alicia cruza los brazos sobre el pecho.

Magela resopla, pone cara de incomprendida, se va a ver qué mierda quiere Malfatti.


Ernesto


Se instala en la mesa del rincón, lejos del trajín de mozos atareados y yuppies nerviosos, con el manojo de sobres en la mano. No piensa apurarse. Ahora que finalmente va a dejarse llevar por sus tentaciones, la elección requiere todo el cuidado del mundo. Porque, si bien ha pensado que no hay mujer que no merezca la chance de ver evaluadas sus pecas, la verdad es que los errores tienden a ser bochornosos. En todos los órdenes de la vida, Ernesto detesta equivocarse. Saborea lentamente su cortado, borrando la espumita de sus labios con la punta de la lengua. Le sonríe, ojos entrecerrados, a la anónima audaz cuyas pecas podrá examinar con la más exquisita libertad en escasas horas. Abrir los sobres. En su monótono empleo en la administración pública, donde no parece haber más condiciones que marcar tarjeta y vegetar unas horas para la percepción de un jugoso salario, el único momento excitante de la jornada de Ernesto es cuando le toca participar en la apertura de sobres de alguna encarnizada licitación, presenciar la extracción de las ofertas. Nada tan estimulante como ver ese cúmulo de mensajes enviados por personas que desean desesperadamente ser elegidas, ser probadas, tener su oportunidad, desempeñarse frente a … Frente a mí, piensa Ernesto. Yo soy el convocante, el que llamó a licitación, el que se reserva el derecho de rechazar ofertas sin fundamentar su decisión. Sonríe. Tiene ganas de pedir otro cortado, pero se contiene. Mejor que el mozo ni se aparezca. La primera carta trae foto. Mal comienzo. Esta mujer paliducha (y, dicho sea de paso, en la borrosa imagen de la foto carné no se distingue la presencia de la condición excluyente sobre el rostro) no ha captado el tema del misterio. Una lástima. Le quita todo interés. Una pena, porque parecería (el pequeño y oscuro cuadrilátero puede ser engañoso) que no está tan fea. Y bueno. Ligeramente decepcionado, se come el chocolatín que vino con el cortado, y prosigue. El segundo sobre contiene una nota soez, engañosamente impresa en un papel blanquísimo, de buena calidad. Ernesto releva con creciente disgusto las palabras groseras, sonríe con desprecio ante frases burdas como “un millón de pecas en el c…”, que pretenden ser excitantes y provocan el efecto exactamente opuesto. Evidentemente, esta chica no ha leído bien lo de “caballero”. Error de apreciación. Lo siento mucho.

La revelación no llega con la tercera carta (que no es, en este caso, la vencida), sino con la sexta y penúltima. Que reza como sigue: Estimado caballero: Yo también soy casada, madurita, pecas en diversas partes del cuerpo. Me gustó tu mensaje. Doy y exijo absoluta reserva. Digamos (no es verdad, pero tampoco importa) que me llamo Dora. Coordinemos por mail: peca_dora@yahoo.com

Lo de “diversas partes del cuerpo” lo enloquece, produce la reacción que la sucia franqueza de la mujer de las pecas en el trasero no logró. Hay una interesante posibilidad de que la dama (ella, discreta y contenida en su elegancia, no lo proclama, pero no cabe imaginarla como otra cosa que una dama; el destino le ha traído algo infinitamente mejor que la mera chica a la que apuntó inicialmente), la dama, digo, tenga pecas en la espalda. Maravilloso. Casada, como él, y tras los mismos fines que él, ya que exige (le encanta la firmeza de la palabra) reserva. Experiente, concisa, tiene claro lo que quiere: Me gustó tu mensaje. Le divierte el tono conspirador con el que le comunica su alias: Dora. Peca-Dora. Muy bien, se dice, poniendo treinta pesos sobre el platito, digamos que te llamás Dora. Yo tampoco me llamaré Ernesto. Baraja distintos nombres para firmar el mail que le mandará desde la casilla Hotmail abierta a ese solo efecto. Y finalmente se decide por Jorge, nombre resguardado y neutro tras el cual está segura la identidad del caballero casado.


La Cita


Ya se siente Jorge, pero el espejo le devuelve la cara de Ernesto. Incómodo, mira hacia la pared para hacerse el nudo de la corbata. Mientras sus dedos luchan con la tela, vuelve a dejarse llevar por la placentera anticipación del inminente encuentro. Dentro de media hora, en un bar chiquito del centro (cero posibilidad de encontrarse con conocidos, ideal para pasar un rato ameno antes de dirigirse hacia el hotel). A su mujer le ha dicho que sale a tomarse una con los amigos. Ella sabe que en esas ocasiones siempre llega tarde, sobre todo cuando vienen Carlos y el Taca, que son los más fiesteros. Por suerte, no hizo problema, arregló para ir al cine con una compañera de trabajo. Así que todo saldrá bien. Bueno fuera que su primera aventura extramatrimonial fallara en algo, piensa Ernesto/Jorge. Y sonríe confiado: no sólo no va a fallar, sino que será perfecta. Porque él es un perfeccionista, poniéndole ese inconfundible y elegante touch a todo lo que hace. Se pasa la mano por el rostro suave, bien afeitado, y se imagina a la dama que se hace llamar Dora, sentada en el bar, muy a la expectativa, con su pantalón negro y remera gris (la vestimenta por la cual la reconocerá), su espalda cubierta de deliciosas pecas esperándolo bajo el algodón elastizado. El caballero casado está por ponerse en acción, y la dama tendrá que estar a la altura de las circunstancias.

- ¿A qué hora quedaste con Martha, mi amor? - grita en dirección al baño. De golpe, una oleada de amor conyugal le inunda el pecho. Es cierto que su esposa ya no tiene tantas pecas como antes, pero está siempre allí, vive con él, es suya. Ni siquiera sus noches de lujuria, besando la espalda pecosa de la dama que se hace llamar Dora, podrán mancillar el sentimiento que existe entre ellos, lo puro del sacramento bajo el cual están unidos ante Dios y ante los hombres.

- Dentro de media hora tengo que estar en el cine, gordo - le llega la voz, lejana, sobrevolando el estruendo del secador y la tele.

Ernesto/Jorge respira profundo, satisfecho. El timing es perfecto. Se echa un poco de perfume (apenas), apaga el celular (desde ahora estará inubicable), tantea las llaves del auto en el bolsillo. En el momento en que abre la puerta de la casa, Magela, en bombacha y soutien, asoma la cabeza desde el baño. Por encima de los ruidos varios, a través de pasillos y habitaciones, su oído atento ha captado la partida inminente del marido.

- ¡Besito, amor! - le grita. Todavía le quedan unos minutos para transformarse en la dama que se hace llamar Dora.

Ernesto/Jorge atraviesa el apartamento a zancadas, y posa un beso irreprochable sobre los labios de su esposa. Ella, en un impulso de ternura, lo rodea dulcemente con el brazo izquierdo, mientras con la mano derecha sostiene a distancia la remera gris y el pantalón negro, que no deben arrugarse.


Cuento premiado en el Concurso de Cuentos organizado por la Facultad de Derecho en el año 2002.


Laura Chalar