Fecha

2019

Categoría

Narrativa

Para Robert Umpiérrez

1. Sí, sigue con el ruido. Dice que es parte fundamental de la preparación para el papel. “Sin él, mi personaje no termina de delinearse. Es como salir en una murga sin maquillaje”, dijo. Hace un rato el sonido se apaciguó pero ahora ha vuelto a adoptar un in crescendo que amenaza con desparramarse por toda la maldita costa del río. “Sobre los actores y sus métodos mejor no hablar”, me dice Migliano. “Comprender su sistema de trabajo es una tarea imposible para los que no estamos en el rubro. El método rige por completo la tarea de cada uno. Para algunos es una máscara que se pone y se quita. Para otros, en cambio, es una especie de mitosis entre personaje y circunstancia”. Mitosis, eso fue lo que dijo. Para Migliano es fácil decirlo. Su remolque no está pegado al de nuestro actor estrella y, por otra parte, me he dado cuenta que se mantiene alejado de él. Claro que, es sabido, Migliano nunca se ha llevado bien con sus actores. Los problemas han ido desde simples discusiones hasta golpes de puño y otros arrebatos similares.

A las doce se filmará la primera secuencia. Se trata de un panorama general de la tribu acampada a orillas del río. Según el guión técnico, la toma no debería durar más de treinta segundos pero, tratándose de Migliano, todos sabemos que el registro puede llevarnos toda la tarde. Los extras que interpretan a los charrúas ya andan posando sobre la arena del Santa Lucía. El asistente de dirección ha ensayado diversas posturas. Recién, a uno de los charrúas se le cayó el celular al agua y hubo un pequeño revuelo en el set. Los gritos de Migliano llegaron hasta acá arriba. ¿Qué hacían con un celular en el set? ¿Pensaba aparecer con él ante la cámara? ¿Tenía su taparrabos una funda especial para guardarlo? Vista desde el remolque, la escena era muy graciosa: el indio buscando el teléfono en el agua barrosa de la orilla, el director gritando a voz en cuello y los demás actores caracterizados de charrúas tratando de contener la risa.

2. La primera versión de La muerte de Solís estaba pensada para ser una performance callejera. Un amigo me había sugerido llevarla a cabo en la peatonal Sarandí, entre las estatuas vivientes y los vendedores de bijouterie. Pero fue Migliano el responsable de convertirla en un guion. Cuando leyó el boceto dijo: “Esto tiene que ser filmado. De alguna manera tengo que darle vida, movimiento, existencia a esta pintura”. Así había definido mi aproximación a la llegada de Juan Díaz de Solís a estas costas. Como una pintura. La escritura del guion duró tres meses. A veces, Migliano se dejaba caer por mi casa con el firme propósito de ayudarme. Otras veces mandaba a Sonia, su asistente. Era una chica alta y espigada, recién egresada de Ciencias de la Comunicación y que solía acompañarse siempre por su laptop. “Es una prolongación de mí misma”, me dijo una tarde. “Lo compré una semana antes de egresar. Desde entonces, no funciono sin ella”. Le pregunté cómo había hecho, entonces, durante los veintiséis años anteriores y cómo alguien podía adoptar una simple computadora como una prolongación de su cuerpo de la noche a la mañana. Al principio le ofendió mi pregunta. Después lo tomó a risa. “Sos de otra época”, dijo mirando los estantes de mi biblioteca. “En plena era digital seguís escribiendo en una Olivetti. Estoy segura de que no leés libros electrónicos”, remató tomando entre sus manos mi preciada edición de Ismael. “En Oxford hay un académico uruguayo que prepara una edición virtual de varios textos de Acevedo Díaz. Ismael y El combate de la tapera en versión siglo XXI”, me informó. “Qué horror”, le respondí. Sonrió con desprecio. Era evidente que aquella sociedad de escritura no iba a funcionar. Se lo dije a Migliano a la tarde siguiente. “Escribilo solo, entonces”, dijo nuestro director. “Pero mirá que Sonia es eficiente en serio”, agregó como quien alaba una nueva pomada o las virtudes de un plan para adelgazar. Después de aquella tarde, las visitas de Sonia se hicieron más esporádicas y decidí olvidar mi intención de coescribir el guion por el más mundano interés de acostarme con ella. Lo logré al segundo mes. “A partir de ahora ya no trabajaremos juntos”, dijo mientras se vestía. “Acabo de destrozar la más elemental de las normas de convivencia laboral”. Todos mis intentos posteriores por acercarme a ella en la productora fueron inútiles. Sonia se mostró inflexible y no volvió a acostarse conmigo. Tampoco volvió a dirigirme la palabra.

La escritura en solitario me despertó un profundo compromiso con el proyecto. Además de la lectura compulsiva de textos sobre el período, consulté a varios especialistas. Todos coincidían en lo mismo: la reconstrucción de la llegada de Solís a las costas uruguayas no estaría completa hasta consultar a una auténtica autoridad en la materia: el profesor Hércules Peñalosa. Este académico veterano se había convertido en una oscura eminencia dentro de los recovecos de la historia nacional. Trabajaba –y algunos sostenían que habitaba– en una buhardilla secreta de la Facultad de Humanidades. Pactar una entrevista con él me sumergió en una compleja red burocrática que involucró la gestión de una bibliotecaria, dos bedeles, un profesor adjunto y un mozo de la cafetería de la Facultad. Finalmente, logré entrevistarme con Peñalosa en un pequeño salón que oficiaba como depósito de papeles diversos.

Al principio, Peñalosa no entendía mi interés por Juan Díaz de Solís. El historiador parecía no comprender el concepto de un largometraje en relación con el navegante sevillano. Insistía en preguntarme en qué revista saldría publicado el texto y cuáles eran mis méritos académicos. Por fin, logré trazarle un panorama bastante completo y entendible de la situación: la película sobre Solís se inscribía dentro de un proyecto, avalado por el Ministerio de Educación y Cultura, acerca de los orígenes de Uruguay. Migliano, el director, era un artista reconocido en el país y en el exterior que llevaría a cabo el rodaje. Yo era el encargado de escribir el guion y lo que estaba haciendo, al entrevistarlo, era parte del proceso de documentación sobre el personaje y su época.

“Solís es un mito”, dijo Peñalosa apoyando su espalda en la pared de biblioratos que no lograba cubrir la imponente humedad del revoque. “Un mito que nada tiene que ver con el surgimiento de Uruguay como país ni, mucho menos, con el nacimiento de una conciencia histórica nacional. Solís no fue más que un pobre desgraciado. En procura de la gloria y de mejores horizontes, tuvo la mala suerte de que las corrientes lo llevaran al sitio equivocado. Solís nunca debió haber llegado a las costas de lo que hoy conocemos como República Oriental del Uruguay. Su tarea debió haber sido ejecutada muchos años después por gente más expeditiva, mercenaria. En definitiva, Solís fue un infeliz”.

Aquello no servía. La vehemencia de Peñalosa no tenía nada que ver con lo que sus jóvenes colegas me habían adelantado. ¿Dónde estaba su erudición sobre el tema? ¿Cómo me iba a ayudar aquel viejo resentido? Debió leer algo de eso en mi rostro porque, tras una pausa, sonrió y me dijo: “Venga a verme mañana a esta misma hora. Le traeré mi manuscrito. Exceptuando a un colega que lleva veinte años muerto, nadie más lo ha leído. Tal vez le interese”.

Al otro día, el profesor Peñalosa me entregó una superposición de hojas, cuidadosamente tipeadas, en una enorme bolsa de nylon. Al recibirla, mis ojos chocaron con el título en el primer folio: Solís y sus prolegómenos. “Le hice una copia”, me dijo. “Léalo pero nunca, bajo ningún concepto, me haga saber su opinión. Tampoco aceptaré más preguntas ni, mucho menos, una invitación para el estreno de la película”.

“¿Por qué no ha publicado este trabajo, profesor? Aún sin leerlo, presumo que debe ser muy importante”, le dije. Peñalosa se quitó los pesados lentes en un gesto de abatimiento tan contundente que me produjo un escalofrío. “Porque el destino del texto es el mismo que el de Juan Díaz de Solís. Cada generación canibaliza a su antecesora. Cada texto muta en otro cuando la dinámica de la creación se pone en movimiento. El destino de mi trabajo es el mismo que el del navegante que nos ocupa: absorbido y digerido, cobrará vida en una nueva forma en el futuro. Solís fue sacrificado y comido por los indios y el abono en que se convirtió supo fertilizar este suelo que hoy, usted y yo, estamos pisando. Buenas tardes.”

3. No es mi intención aburrir al lector con el relato de los percances que padeció la preproducción de La muerte de Solís. La productora de Migliano había logrado que una empresa farmacéutica invirtiera una fuerte suma en el proyecto pero, a última hora, los directivos desistieron. A la manera de un Herzog tercermundista, Migliano había planeado una superproducción costosa y difícil de filmar. Su proyecto involucraba la fabricación y posterior puesta en marcha de tres embarcaciones de la época, la movilización de un centenar de extras y la construcción de una enorme cruz que representaría una visión mística que se apoderaba de Juan Díaz de Solís poco antes de morir. De mi guion original sólo quedaba un pálido esqueleto. El trabajo de tres meses se había convertido en dos carillas borroneadas por el propio Migliano con la vehemencia de un escolar enfurecido con la maestra. Lo que sobrevivía, pese a todo, era el ímpetu, la imagen primigenia, aquella de Juan Díaz de Solís desembarcando en la costa. “Su poder trasciende el hecho cinematográfico”, me decía Migliano. “Esa única imagen es, en sí misma, la película”. De ahí a convertir el guion para un largometraje en una única secuencia había sólo un paso. Convengamos, ahora que estamos en materia, que ese ha sido el sistema de trabajo de Migliano en todas sus películas. René y la ceniza (1994) pretendió contar la historia de un ex tupamaro en los primeros años del regreso a la democracia y terminó siendo una obra cargada de referencias cinematográficas innecesarias, música estridente y esa inexplicable escena de sexo final que terminó de enfurecer a un montón de espectadores. Artigas el labrador (1998) se proponía contar los últimos años del prócer en suelo paraguayo pero fue irremediablemente arruinada por dos elementos: la tozuda elección del propio Migliano interpretando a Artigas y ese epílogo en off de marcado tinte fascista. “Nadie entendió la broma”, me solía decir el director. “Es que sospecho que ni vos mismo la entendiste”, le retruqué en una ocasión.

Desde mi papel lateral de escritor en rodaje, asistí a la mutación o desmembramiento de mi guión con la pasividad propia del oficio y respaldado por algo así como una férrea amistad con Migliano. “Da gusto laburar contigo”, me decía. “Sos un escritor muy abierto que entiende el lenguaje cinematográfico”. Esa supuesta apertura que veía Migliano tendía a convertirse, en el caso de La muerte de Solís, en un completo vacío o en la total anulación.

4. Cerré la puerta de mi remolque y salí al espacio común que compartían todos los remolques de la productora. Al otro lado del río eran visibles los campamentos de los turistas así como el gigantesco depósito de agua construido por el destacamento militar. Encendí el único cigarrillo del día, aprovechando el extraño silencio del lugar propiciado por la filmación de la secuencia de los charrúas. La sucesión de remolques parecía el campamento de un circo abandonado; persistía en el aire el bullicio de la gente, los papeles de las golosinas al ser desenvueltas y el eco final de los acordes que despedían a los payasos. Aspiré el humo y cerré los ojos sintiendo como la nicotina y el alquitrán se apoderaban del sistema respiratorio, impregnaban las paredes de los conductos internos y generaban ese breve estremecimiento de placer que parecía durar una eternidad. Entonces, volvió el ruido. Penetrante, denso, con la fuerza de una usina manejada por un maquinista demente, el ruido me envolvió de lleno y colapsó, en el acto, mis minutos de placer con el cigarrillo. “La puta madre que te parió”, pensé y avancé hacia el remolque del primer actor con paso decidido. A diferencia del resto del equipo, Sebastián Malpino había llegado por la mañana, transportado en un remise desde el aeropuerto, a donde acababa de arribar, a su vez, proveniente de Buenos Aires. Malpino había cosechado cierto renombre en el país vecino; unitarios televisivos, telenovelas y el posterior pasaje al cine, jalonaban una carrera en franca expansión. La elección de Malpino para el personaje de Juan Díaz de Solís le correspondió, como todo en aquel rodaje, a Migliano. “Dicen que se mete cocaína a baldazos y es un puto de cuidado, pero cómo actúa”. De esa forma había abreviado Migliano una carrera actoral de casi treinta años.

Cuando llegué frente a su puerta, no pensé en todo aquello. Sólo pretendía pedirle que acabara con aquel ruido tan molesto que estaba destrozándome el sistema nervioso. Cuando golpeé la puerta, el ruido se detuvo en el acto. Escuché una tos ahogada y el sonido de un mueble que era arrastrado con brusquedad. Luego, la puerta se abrió. Malpino sólo llevaba puesto un calzoncillo y tenía el pelo revuelto como si acabara de salir de un combate o del sueño. O de ambos. Con una mano en el marco de la puerta, estudió mi rostro. “No pedí nada”, me dijo. “Tampoco te traigo nada”, le respondí. “Ya que estás aquí, entonces, aprovecho para pedirte un agua mineral y un par de vasos”. Al decir aquello, el primer actor se movió en su sitio permitiendo que la puerta se abriera un par de centímetros. Entonces la descubrí. Sonia, mi antigua socia en la escritura, estaba detrás de Malpino abrochándose rápidamente los botones de la camisa. También ella me descubrió y me dirigió una sonrisa maquinal. “Veo que has vuelto a romper la norma de convivencia laboral”, le dije a modo de saludo. A Malpino le costó darse cuenta de que no le hablaba a él. “¿Cómo decís?”, me preguntó. “No hablo contigo, salame. Le hablo a la mujer que está detrás tuyo y que, al parecer, tiene el firme propósito de acostarse con cada tipo que circule por esta película”. “Imbécil”, me dijo Sonia. Al escuchar aquello, Malpino comenzó a reír. Empujó la puerta hacia atrás para que Sonia fuera completamente visible. “¿Qué es lo que te provoca tanta gracia?”, le preguntó al primer actor. Con evidente dificultad, Malpino hizo una pausa para decir: “Me río de ustedes, los uruguayos. Son tan pueblerinos”. Sonia pasó a su lado, empujándolo. “Andate a cagar”, le dijo. Y luego, mirándome a mi: “Váyanse los dos a la mierda”. Aquello intensificó la risa de Malpino que, aún así, se las ingenió para gritarle a la enfurecida asistente de Migliano: “Nena, acordate de traerme el agua mineral”.

5. En el capítulo seis de su tratado sobre Juan Díaz de Solís el profesor Peñalosa escribe: “A finales del Año de Gracia de 1508, don Juan Díaz de Solís tuvo una conversación, aparentemente anodina, con Vicente Yánez Pinzón. Su embarcación, La Magdalena, estaba varada frente a las costas de Yucatán y tiendo a creer que, en Yánez Pinzón, ya germinaban las semillas del odio que le haría acusar, y luego encarcelar, a Solís a su regreso a España. En esa conversación de dos curtidos marineros en mitad de la calma chicha, Yánez Pinzón habló de la Santa Cruz. Tuvo o tenía una imagen recurrente que, con el tiempo, se volvería contundente verdad: la conquista, por parte de la Iglesia Católica, de aquel extenso y virgen continente. El largo brazo de Dios atravesaría las ignotas selvas, cruzaría ríos y lagunas, escalaría las montañas y se introduciría en las lúgubres cavernas donde habitaba el Misterio Primigenio del continente. “Todo caerá bajo el dominio de la Cruz”, dijo Yáñez Pinzón. Y también: “Nuestros huesos sólo serán una sombra en alguna húmeda gruta y los ejércitos del Papa, victoriosos, seguirán avanzando. No le quepa la menor duda, capitán”. Cuando varios años después, Juan Díaz de Solís descubre el Mar Dulce y se aventura en su botecito a entrevistarse con los indígenas, no piensa en la fortuna que le espera, ni en el favor de los reyes, ni en su familia que le aguarda en la lejana España. Mientras la costa uruguaya se acerca cada vez más y lo único audible son los gemidos de sus hombres impulsando los remos, Juan Díaz de Solís evoca aquella conversación con el piloto Vicente Yáñez Pinzón. Cuando pone el pie en las arenas del Plata, palpita en su retina la imagen de la Cruz. Cuando avanza hacia los salvajes que lo observan con una ambigua mirada, sigue pensando en la Cruz. Y al sentir en su carne el impulso de la flecha que le atraviesa el corazón, la última imagen –con la que abandona la vida– es la de una enorme Cruz de madera erigida en aquellas playas solitarias. ¡Oh, Jesús, que has visto sufrir tanto a tu Madre!; ayúdame a comprender que, cuando sufro, no dejas de amarme. No te importa que sufran los que tú amas si unen su dolor al tuyo y sirve para salvar al mundo. Después viene lo ya sabido: los salvajes despojan de sus ropas a los muertos y, ante la atónita mirada de la tripulación que no osa bajar a tierra, Solís y el puñado de exploradores son descuartizados y comidos hasta los huesos. Nadie, exceptuando a nuestro navegante, vio la Santa Cruz. Y nadie como él, comulgó de tal forma con el suelo del Plata. La República Oriental del Uruguay, que como todas las naciones americanas, guarda en su entrañas un osario inmemorial, debe saber que fue Juan Díaz de Solís el que bautizó estas costas perdidas y determinó, con su muerte, el inicio de este doloroso y eterno vía crucis”.

Sin ser un entendido en Historia, no necesitaba muchos argumentos para determinar que el texto de Peñalosa era una concatenación de ideales e imágenes novelescas más que un fidedigno manual en la materia. Aún así, la imagen de la enorme cruz erigida en las blancas arenas del Río de la Plata, se me presentó varias veces mientras escribía el guion hasta que, por último, decidí incluir la imagen en el texto, aprontándome a defenderla ante Migliano. Nuestro director, sin embargo, se mostró maravillado con la secuencia. “Le dará un tono místico. Como una especie de redención del propio Solís por sus pecados de piratería en la juventud”, aseguró. “No pensaba en eso precisamente”, le respondí. “La cruz debe representar el último refugio al que vuelve el navegante. No debe ser una redención sino una constatación”. Migliano pareció estudiar mi frase con particular concentración para terminar diciendo: “Vos incluí la secuencia. Después, la polisemia hará su trabajo”.

6. La elección del Río Santa Lucía como escenario sustituto del Río de la Plata, obedeció a una serie de factores administrativos y legales que tampoco describiré acá. Baste decir que, en el proceso de preproducción, se hizo vital el aporte de un baquiano de la zona, un callado personaje que moraba en la mismísima costa del río. Dicho sujeto, que obedecía al único mote de Pintado, había construido su vivienda en una zona inhóspita, una bifurcación en la ribera rodeada de monte silvestre y enormes dunas. Su propia leyenda promocional sostenía que nadie como él conocía mejor la historia del río Santa Lucía, sus misterios y zonas de interés así como la ubicación de los mejores sitios de pesca y las escasas playas que podían visitarse. Unas semanas antes del inicio de la filmación, acompañé a Migliano a visitar al tal Pintado. El baquiano nos estaba esperando en el camino de acceso al sector de la costa elegido para la filmación, a unos quince kilómetros de Parador Tajes. Montaba un caballo blanco y era seguido por una decena de perros famélicos que no dejaron de ladrar durante toda la entrevista. Migliano utilizó sus mejores artes para ilustrarle las pretensiones de la película. Su discurso, insultante para con la gente del campo, se me presentó como el diálogo de un conquistador con un indio en el proceso de intercambio de oro por espejitos de colores. Pintado observaba a nuestro director con el rostro indiferente; exceptuando los labios que, ocasionalmente, se movían para cambiar de sitio el cigarro apagado, ningún músculo de la cara reflejaba el menor dinamismo. Frente a él, Migliano decía cosas como: “Es todo mentira. Está claro que no son charrúas de verdad, sino actores disfrazados. Nadie se va a enfrentar. Todo es una fantasía”. Cuando aquel lamentable discurso llegó a su fin, Pintado escupió con fuerza el pucho y, aclarándose la voz, dijo: “Está todo entendido. El punto es saber cuánto voy a cobrar por mis servicios”.

La tarde previa al inicio de la filmación, Pintado nos esperó con una enorme hoguera encendida. En una parrilla colosal, se doraba un asado con cuero. Ni el caballo ni los perros del baquiano estaban a la vista por lo que Migliano, mientras los remolques se ubicaban en círculo, bromeó sobre el verdadero origen de aquel asado. Actores, técnicos y extras rodearon la parrilla con una suerte de veneración mística. Desde su muralla de humo y de silencio, Pintado contemplaba a aquel tropel de gente maniobrando las brasas debajo del animal sacrificado. A última hora de la tarde, llegó la cruz. Su confección había sido encomendada a una barraca del cercano pueblo de Los Cerrillos empleándose, para ello, cientos de kilos de la mejor madera. Cuando tras el complejo sistema utilizado para bajar la cruz del camión, el chofer de la barraca le entregó la factura a Migliano, no dejé de reparar en un curioso detalle. El administrativo encargado de registrar la venta en el documento había colocado en la descripción del artículo, previo al precio, la expresión “Santa Cruz”. Un espíritu sensible hubiera leído la escena nocturna –treinta personas convocadas alrededor del fogón mientras una gigantesca cruz de madera permanecía recostada sobre la arena– como una representación nítida de aquella antigua reunión en el huerto de Getsemaní.

7. Contra todos mis pronósticos, la toma del campamento charrúa apostado sobre la ribera del Plata, le llevó a Migliano poco tiempo de filmación. En un prolongadísimo plano secuencia, veíamos a los indios entrar en escena desde distintos sitios, portando todos ellos lanzas, arcos y flechas. La grúa se había deslizado hacia el centro del río por lo que, la visión que teníamos de los charrúas, era la que debían haber tenido Solís y sus hombres cuando se acercaron a la costa. En un momento de la secuencia, veíamos a los indios con semblantes preocupados, consultándose entre ellos y haciéndose visera con la mano: las embarcaciones ya estaban a la vista. Luego, los veíamos replegarse hacia los arbustos cercanos para aguardar la llegada de los extraños.

Migliano felicitó a todo el equipo por la labor realizada y otorgó una hora de descanso para continuar con la filmación. Junto a él, Sonia se movía con soltura, portando el traje de profesionalismo que solía calzar. Durante la pausa, volví a cruzarme con ella en un sitio apartado del set. Varios extras pululaban por allí, vestidos aún de charrúas. Mi antigua socia en la escritura consultaba su laptop con particular interés por lo que no reparó en mi presencia hasta que estuve a su lado. Fingí indiferencia mientras me servía un vaso de agua. Entonces, de golpe y contra todas mis expectativas, me habló. “Algún día vas a entender quién soy en realidad”, me dijo. El aire de sentencia de aquella expresión junto a su disposición física –sin levantar la vista de la máquina– la asemejaban a una autómata. “Intenté entenderte una vez pero no me diste demasiado margen. De hecho, me retiraste la palabra y comenzaste a huirme como a la peste”, le respondí. Finalmente, entendí, tras el vergonzoso incidente con Malpino, el muro de indiferencia se había derribado. Sonia cerró la computadora y me encaró. Con una sonrisa, dio un paso hasta quedar a unos veinte centímetros de mi. El vaso con agua me tembló en la mano. “Si supieras lo insignificante que me resultás. He leído tus libros y me dan pena. Tus artículos en las revistas no hacen más que mostrar la chatura de tu pensamiento. Bah...¿qué digo pensamiento? Si lo que escribís es un levante descarado de lo que hacen otros”. La dejé hablar, la dejé desahogarse. La cercanía y lo despechado del tono la volvían más hermosa; detrás del velo de odio en su mirada se escondía un ser indefenso que pedía a gritos ser querido. Cuando terminó, la tomé por los hombros y la besé. Como si hubiera recibido una descarga de doscientos veinte voltios, saltó en el sitio desprendiéndose de mí. “¿Pero qué hacés, tarado?”, preguntó con evidente sorpresa en vez de furia. No tuve tiempo a responderle. Algo se materializó de golpe junto a nosotros como expulsado por la copiosa fronda que cercaba aquella parte del río. “¿El señor se está haciendo el vivo?”, le preguntó Pintado a Sonia. Mi antigua socia, más asustada por la sorpresiva aparición del baquiano que por mi arrebato pasional, se apresuró a decir: “Está todo bien”. Pintado le dedicó una sonrisa y luego se volvió hacia mí. Visto de cerca, su rostro lucía mucho más viejo y macilento como si el sol, al apresurarse hacia la noche, le barnizara la piel con particular desgano. “Siempre vigilo”, dijo. “Siempre los estoy vigilando”. Luego, le dedicó una reverencia a Sonia y volvió a perderse entre las plantas.

8. En su libro sobre el Río de la Plata, El río sin orillas, Juan José Saer escribe: “Su forma verdadera, como tantas otras cosas en este mundo, difiere de su apariencia empírica y, tal como podemos verificarlo en cualquier mapa, se avecina mucho a la del escorpión, con la bahía de Samborombón y la bahía de Montevideo que forman las pinzas, y el último tramo del río Uruguay formando la cola. Si muchos viajeros que en estas tierras encontraron, para decirlo con un eufemismo, destino –particularmente Juan Díaz de Solís, su descubridor, el más terrible de todos–, hubiesen tenido alguna idea de la forma que dormitaba en los confines del océano Atlántico, tal vez no se hubiesen aventurado con tanta desenvoltura por esta región desconocida, para ponerse a la merced de tan decididas tenazas”.

Cuando encontré la imagen del escorpión pensé utilizarla para reforzar la noción de la trampa en que caía Solís al adentrarse en los confines del Plata. Pero Migliano, que no entendió o pretendió no entender, había desechado la idea diciendo “Demasiada abstracción”. Y, de golpe, varios meses después, la imagen volvió a mí bajo la forma de una de las peores pesadillas que recuerdo. En mi sueño, yo remontaba el río a bordo de un pequeño bote. Las aguas permanecían extrañamente calmas y, de vez en cuando, algún pez emergía en un salto hacia la superficie. Recuerdo que me sentía feliz, o sea, no evidenciaba felicidad en mis gestos o mis acciones sino que una sensación de profunda dicha parecía llenarme. Durante un momento del viaje, descubría que aquel sentimiento prodigioso no podía ser real y que, indefectiblemente, algo horrible iba a ocurrir. A continuación, el cielo se ensombrecía pero no con nubes sino con una enorme cantidad de patos que volaban en ordenadas filas. Delante mío, la costa se volvía difusa como una imagen fuera de foco a través del empañado lente de una cámara. Asustado, bajaba los ojos hacia el agua y descubría que la corriente se había convertido en una superficie dura como una caparazón o una cáscara. Tras el pasaje de los patos, el cielo volvía a descubrirse pero sin recuperar la claridad anterior. Detenido en mitad de aquel mar sólido, optaba por tomar el remo como una lanza y clavarlo en aquella costra negruzca sobre la que estaba estacionado. Y, al hacerlo, una nueva oscuridad proveniente del extremo posterior se apoderaba del cielo. Al levantar la vista, descubría la gigantesca cola de un escorpión dirigiéndose hacia mí. Al darle la espalda, observaba el sitio donde debía estar la cabeza del animal y lo que descubría era más atroz aún: el rostro de la gigantesca criatura era humano. No se trataba de un rostro específico sino que parecía una superposición de facciones. Sonia, Migliano, Pintado, Malpino, yo mismo. Tras ese fatal descubrimiento, mi espalda era penetrada por una especie de torno gigantesco que me hacía vibrar, quemándome vivo. La punta de la cola asomaba unos centímetros por mi estómago para desaparecer a continuación. Yo había leído que el veneno de los escorpiones demora varias horas en hacer efecto y aquel pensamiento en situación tan adversa me reconfortaba. Despacio, muy despacio, caía de rodillas sobre la base del bote contemplando el impertérrito rostro humano del escorpión. Entonces comprendía. No era un máscara formada por una acumulación de rostros de allegados y conocidos la que me contemplaba. El rostro del escorpión era el de Juan Díaz de Solís, tal como lo reproducen algunos grabados. Y con ese descubrimiento, desperté.

Me senté en la cama bañado en sudor. Me puse de pie y avancé a los tropezones por el estrecho espacio del remolque. Me acerqué a la ventana sin cortinas y observé el paisaje nocturno. La tranquila costa del río Santa Lucía estaba bañada por una luna gigantesca, brillante, una luna que ni Cúneo hubiera imaginado. El campamento de remolques permanecía silencioso. Al otro lado del río, en la orilla que llamaban “la playa del francés”, alguien había encendido una hoguera. Volví a la cama, quité las sábanas y me acosté sobre el colchón. En algún momento de la noche volví a conciliar el sueño

9. Las visiones de la Santa Cruz que se apoderaban de Juan Díaz de Solís, ante su inminente llegada al Río de la Plata, serían rodadas en el segundo día. La primera visión llegaba a él en la cubierta del barco tras avistar la costa virgen. La segunda ocurría poco antes de descender del bote que lo llevaba a tierra. La última visión de la cruz –con la que abandonaba la vida– le llegaba tras el ataque indígena. Con la flecha clavada en su pecho, Juan Díaz de Solís caía de rodillas en la arena y elevaba la vista al cielo. La imponente cruz de madera, plantada delante de él como el árbol en el cuento del niño y los frijoles mágicos, se perdía en las alturas del firmamento.

La caracterización de Malpino como el navegante era notable. La gente de vestuario había demostrado su arte en cada detalle de la indumentaria: el casco gris que lanzaba fugaces destellos bajo el inclemente sol de enero, la blusa azul cruzada por una faja que dividía el abdomen en dos, las anchas calzas rematadas en unos suecos de color negro. Cuando Malpino emergió del remolque de vestuario y avanzó por el camino de las dunas hacia la playa, quienes lo observamos nos sentimos impresionados por su estampa. Como parte de la preparación para su papel, el actor estrella ensayó una serie de posturas y flexiones que, según sus palabras, “desentumecen el cuerpo para la gran batalla”. No especificó cuál era la contienda, si el frustrado enfrentamiento con los indios o la lucha con el genio actoral que le permitiría dar todo de sí para que su Solís fuera creíble. Tampoco reincidió con los ruidos guturales que le había escuchado proferir el día anterior.

Según el caótico plan de rodaje de Migliano, la primera escena que filmaría Malpino sería, casualmente, la última de la película: su visión final de la Santa Cruz e inmediato deceso. La cruz de madera había sido erigida sobre la arena, apenas clavada en el suelo y sostenida por izquierda y derecha en dos enormes maromas manipuladas por varios operarios del equipo técnico. “Quiero que la contemplación final de la cruz la hagas como en trance, no quiero una mirada de beatitud”, le dijo Migliano a Malpino. El actor se acarició el imponente mostacho que lucía su Solís y dijo: “No debo entregarme plenamente al Señor. Debo aceptar la muerte con resignación pero sin ceder al componente místico, irracional”. “Sí, sí”, respondió el director con una sonrisa. “Probemos a matarte y vemos”. Migliano dispuso la colocación de la cámara que tomaría el errático avance de Solís herido de muerte y pidió silencio a los presentes. Ubicado detrás del director, me coloqué los lentes de sol y me dispuse a observar el arte de Malpino, el delicado histrionismo al que le debía su fama. A un par de metros de donde me encontraba, Sonia observaba el escenario con la mirada perdida. Cuando la descubrí, me volví para buscar con los ojos a Pintado, el rústico protector del honor de las mujeres indefensas. Alejado del grupo de técnicos y actores, el baquiano, montado en su caballo blanco, observaba la escena de la playa con expectación. Jinete y animal, parados sobre una duna con la fronda a sus espaldas, se asemejaban a una estatua ecuestre en alguna plaza olvidada.

“Acción”, gritó Migliano y todos vimos a Malpino avanzar por la playa despoblada hacia los arbustos cercanos. Sus manos rodeaban la flecha que le atravesaba el pecho y su andar se volvía cada vez más tortuoso. “Así, así”, lo alentaba Migliano. “Ahora caes de rodillas”. A la señal del director, Malpino perdía pie y terminaba arrodillado mirando hacia las alturas. “Corten”, gritó nuestro director y hubo un aplauso general para celebrar la escena y masajear el ego de Malpino. A continuación, el actor principal se movió unos metros, quedando de rodillas frente a la cruz. Migliano volvió a pedir silencio y, tomando la segunda cámara, avanzó hacia el extremo derecho para registrar la postrer mirada de Juan Díaz de Solís. Y fue ahí cuando ocurrió el desastre. El Destino, el aire caliente de enero, los espíritus del monte que acechaban la labor en la playa o, simplemente, la fatalidad provocó el accidente. Una de las maromas que sostenía la Santa Cruz de pacotilla se rompió y, a su impulso, el armatoste de madera se tambaleó en su sitio. Fue una milésima de segundo, un instante imposible de captar por el ojo humano que, en su evidente concreción, hizo que los operarios que sostenían la otra maroma cedieran la presión. Hubo una exclamación general de asombro ante la inminencia del peligro y, al analizar la escena con la distancia que da el tiempo, puedo forjar ahora una imagen única, un gran plano secuencia que abarca todo el decorado: Migliano posicionándose con la cámara en la arena, el grupo de técnicos y mirones parados en el extremo posterior de la playa, los sujetos que sostenían las maromas dispuestos en los extremos del cuadro y, por último, el falso navegante inclinado delante de la gigantesca cruz. Sin embargo, el cuadro que mi recuerdo elabora y que anuncia el peligro se ve interrumpido por una presencia que modifica los hechos. Desde un lugar impreciso o desde la mismísima nada, el baquiano que sólo obedecía al nombre de Pintado, montando su caballo blanco y a una velocidad que nunca creí posible en un equino, atravesó la playa y, sin sofrenar su montura, se llevó consigo al actor principal. Malpino, simplemente, desapareció del suelo como si el caballo se lo hubiera tragado. A continuación, como ocurre en las películas, la cruz se vino al suelo en el exacto sitio donde había estado Malpino. Mientras la pesada cruz chocaba con la arena, salpicando con minúsculos granos a los que estábamos cerca, varias cosas ocurrieron: Malpino gritó con todas sus fuerzas, más asustado por el imprevisto viaje a caballo que por haber escapado de las garras de la muerte; Migliano dejó caer su cámara y se cubrió los ojos con ambas manos y Sonia, dándose vuelta asustada, me abrazó. Como si de un pequeño animal herido se tratara, la estreché en mis brazos y suspiré con fuerza. Delante de nosotros, la escenificación del desembarco se había convertido en un naufragio. Cuando las ondas del peligro se diluyeron, escuchamos a Malpino increpando a Migliano. Parado frente a la gran estrella, nuestro director asistía en silencio a sus reproches, aunque alguien más observador podía percibir que estaba a punto de largar la carcajada. En un momento de su diatriba, Malpino comenzó a llorar. La contemplación de aquel hombre, caracterizado como Juan Díaz de Solís, llorando a lágrima viva en las blancas arenas del río era una imagen tan patética como la mismísima muerte del descubridor de estas costas. Aquella misma noche, Sebastián Malpino regresó a Buenos Aires con los nervios destrozados.

10. En el capítulo final de Solís y sus prolegómenos, el profesor Peñalosa escribe: “Todos nosotros, habitantes de este espejismo legalizado, esta tierra ilusoria conocida como República Oriental del Uruguay, le debemos algo a aquel buen hombre que, con su muerte, bautizó nuestro suelo. Esa deuda, que no está asentada en ningún libro, la pagamos día a día. Como si cada uno de nosotros, designados genéricamente como orientales, fuera en sí mismo Juan Díaz de Solís, entregamos nuestra existencia a una causa que creemos noble, forjamos nuestros anhelos en una tierra prometida y terminamos reducidos a ceniza y borrados de la faz de la tierra”.

Cada vez que llego a una playa, contemplo el mar en procura de las tres embarcaciones que se acercan. Acecho el horizonte esperando que surjan de la nada como sólidos fantasmas. En mi fuero interno, late la intención de hacerles una señal, una advertencia de peligro para que sigan de largo y no se acerquen a la costa. Luego, doy media vuelta y me enfrento a la fronda en procura de la más certera de las flechas



Canelones, 2008.




Martín Bentancor