Fecha

2004

Categoría

Narrativa

Aquel año de 1966 fue el último que la familia vivió en Colonia. Yo andaba por los ocho años y la separación de Montevideo, junto con nuestra pasión por el fútbol, nos hizo, a mi padre, a mi hermano y a mí, elegir a Juventud como equipo del que primero fuimos simpatizantes, y luego hinchas. Este era el eterno rival del otro cuadro grande coloniense, Plaza, que tenía más poder económico y también, hay que reconocerlo, mayor hinchada.

Juventud pasó a ser una referencia obligada y sal¬vadora de los naturalmente aburridos domingos. No debe haber cosa más desvalida en el mundo que un domingo sin fútbol. Con otros amigos del barrio, que quedaba a escasas dos cuadras de su cancha, con¬formábamos un pequeño grupo de niños que levan¬taban poco más de un metro del piso. Todos éramos de Juventud, así que los padres, en sabia medida, nos juntaban en las canchas para que no molestáramos demasiado. Mientras ellos tranquilamente miraban los partidos, nosotros íbamos descubriendo, poco a poco, toda la magia e irracionalidad que corre detrás de una pelota.

Apenas tres nombres de aquel plantel sobrevi¬ven al olvido. El Tingo Pintos, un número nueve que era un monumento al esfuerzo y símbolo del equipo; Orellana (o algo así), veterano número diez que llevaba en sus espaldas el impecable currículum de haber jugado en la reserva de Nacional en la década anterior, y un morochito, marcador de punta, de apellido Rodríguez. No era que este rústico defensa tuviera mayores destaques en el equipo, pero lo recuerdo porque se atendía con mi mamá, dentista destacada de la ciudad. Cada día que lo veía entrar en la sala de espera, me costaba creer que, sin la roja camiseta, pareciera una persona común ingresando a mi casa con urgencias tan notorias y vulgares como un dolor de muelas.

No me perdí ni un solo partido de esa inolvidable campaña. Tanto Plaza como Juventud llegaron a la final. Esta se iba a disputar un domingo en la Plaza de Deportes. Todo estaba listo para ir al gran partido… hasta que una traicionera gripe, contra mi férrea voluntad de ocho inviernos, me tumbó en la cama. Es sabido que estas enfermedades esperan para atacarnos en el momento en que pueden robarnos alguna felicidad de esas que el mundo nos entrega racionadas. No hubo lamentos ni súplicas que hicieran claudicar las lógicas e injustas razones de mis mayores. Era un hecho: no podría ir al partido.

Me pasé todo el mediodía de aquel domingo podrido preguntándole al viejo si iba a ir a la final; a lo que mi padre, como era obvio, me decía que no, porque tenía que ir a hacer un trabajo en Sudamtex, empresa que nos aseguraba el sustento. En el fondo, era un remedio a mi tristeza. Lo sentía como un acto de estricta solidaridad. De todos modos, el domingo envolvió de gris mi impotencia, y me escondí en la cama, intentando ocultar el renuncio y la traición que le infligía a mi cuadro. El frío y una llovizna sin gracia daban el escenario adecuado a mi tristeza.

Poco antes del partido, mi viejo se borró silencio¬samente diciendo que en cuanto terminara de trabajar, volvía. Mi ingenuidad no me hizo albergar sospecha alguna. Tampoco sospeché cuando, poco después de terminado el partido, volvió a casa acompañado de su mejor sonrisa. Se sacó la gorra de pana, los lentes negros y me dio un gran beso, que yo sentí raro a través de mi fiebre. Después me avisó que Juventud era el campeón y que había ganado uno a cero.

Fue en ese momento que sentí una bronca incon¬trolable y me puse a sollozar la rabia de no haber vis¬to mi primera vuelta olímpica. Nunca podría pasar de nuevo por la Plaza de Deportes sin recordar que no había estado el día en que salimos campeones y que aquellos gritos de victoria habían sido perdidos para siempre por mi corazón. Me sentía el peor de los traidores pero, sobre todo, sentía la tristeza de la felicidad perdida, ya inalcanzable.

Estaba en mi cama, rumiando mi tristeza y mi bronca de chiquilín caprichoso, cuando mi viejo entró al cuarto. Me alzó con decisión y ni mi pijama gris ni yo entendimos por qué me sacaba de la cama y me llevaba hasta la ventana junto a la puerta de calle. Entre mis lágrimas y mi asombro, pude ver cómo todo el equipo de Juventud desfilaba ante mis ojos, aún con sus rojas camisetas sudadas de gloria, haciendo un desvío, en su camino a la sede, para pasar por nuestra puerta. Uno a uno, los campeones levantaron sus brazos, homenajeando al hincha derrotado por la gripe, rasgando el gris de la tarde con sus manos.

Sé que él no era consciente del nido de memoria que estaba plantando en mi vida, y esto tal vez engrandece aún más su gesto. Nunca me explicó qué gestión hizo para transformarme en protagonista del festejo. Tampoco yo se lo pregunté, dado que lo atribuí a la condición, que todo niño juzga lógica, de que los padres todo lo pueden.

Dos días después, mientras iba a mi clase de inglés por Bulevar Artigas, en una exposición de fotos del partido final, pude apreciar la inconfundible sonrisa, campera marrón y gorra de pana, del viejo sentado en la tribuna principal a la espera del inicio del partido, oculto tras sus lentes negros. Recién ahí entendí su mentira que, por supuesto, ni siquiera necesitó algún perdón.

Nada importó que el año siguiente nos mudáramos a Montevideo. No influye en este recuerdo que, también en ese año, gran parte del equipo, comandado por el Tingo Pintos, se fuera a jugar a Plaza, llevándose el festejo de campeones aún fresco. Ni siquiera importa que yo haya perdido, al poco tiempo de vivir en Montevideo, mi devoción por Juventud. Porque, pese a todo, igual queda latiendo ese sonido a viejos tapones de cuero pegando contra el pavimento, que se colgó por siempre de mis tímpanos.

Y a veces, sólo a veces, cuando el espíritu lo necesita, mis ojos mienten que vuelven a ver a ese grupo de caras anónimas y camisetas rojas marchando, con mi viejo a la cabeza, rumbo a la inmortalidad.


Publicado en el libro "Razones de la pelota" (Alfaguara, Montevideo, 2019)
Gentileza de Random House Mondadori.


Luis Fernando Iglesias