Fecha

2022

Categoría

Narrativa

Melchor era mucho más feo que el feo. Increíblemente, mi colega se paseaba con él por ahí, sin que el paso de los años lo disuadiera. Para el ojo entrenado, lo que en principio parecía bonhomía, o simple culpa catolizante, planteaba un claro caso de contraste, a la Velázquez. Como las meninas, mi compadre desviaba la atención hacia el enano. El feo era el otro. Y llevó la estrategia al extremo de mantener a Melchor por años. Lo que puede la conciencia estética. Hay quienes se exponen reiteradamente a la anestesia general, arriesgándose una y otra vez a quedarse ahí, en esa camillita, simplemente para deformarse la cara o el culo. Se juegan la vida para tirar su dinero, para sufrir el tormento de la recuperación, a cambio de la absoluta seguridad del ridículo, si no de la monstruosidad. En sintonía, mi amigo tuvo en nómina a Melchor, hasta el final. Año tras año, fiel a su estrategia teru teru, desviando descaradamente la atención. Melchor pasaba a verlo todos los meses, y él le daba un sueldito. Tal vez lo quisiera, a Melchor. Le mordió la mano varias veces, cuando le arrimaba los pedacitos de carne.

Toda una amenaza, la de Melchor: “Mirá que te relajo”. Y no era en vano, porque su palabra era hechicera. Sus insultos eran de un poder inusitado, capaz de hacer llorar al más aguerrido de los compañeritos. Salían corriendo hasta los del año siguiente. Porque, puestos a pensar, el verbo es poderoso. Vale más que las acciones. Una imagen vale más que mil palabras. Bien. Pero unas palabras pueden valer más que mil palizas. Un sermón puede ser más temido que un sopapo, particularmente para los adolescentes. Y para los niños, allá en la escuela, era más temible una ristra de insultos de Melchor que tener que enfrentarlo a puños. Porque iba para adelante, pero peleaba mal. Siempre cobraba, aunque nunca llorara. Le pegaban los del año siguiente y los compañeros. Hasta alguno del año anterior llegó a sacudirlo, alguna vez.

Recuerdo ahora un encuentro fortuito. Hace unos diez años, y quien dice diez dice quince. Flaco como un palo camina Melchor, reconcentrado y firme. Serio, enfundado en sus auriculares, dos cables blancos sobre el pecho, como una bufandita de cura. Oye la bocina, y la transformación asusta. Suelta una sonrisa radiante, de niño feliz, que le llena de dientes la cara de torta. “¡Pico largo nariz corta, Melchor!”, quiero gritarle, pero sólo abro el vidrio y suelto mi mano hacia el cielo, buscando mi sonrisa de niño y el nombre de la heroína de Kundera. Casi paro, pero sigo de largo. Con la cabeza, eso sí, llena de Charly: quise quedarme pero me fui. Controlo a Melchor por el retrovisor. Lo veo volver al presente, apretando el ceño y el paso. Apuradísimo, no va a ningún lado. A buen paso, sin rumbo y sin destino, seis horas al día.

Tan mentecato como majareta, Melchor es la prueba viviente contra la creencia popular de que los locos son aventajados intelectualmente. Por populares, estas creencias comúnmente acarrean zonceras. Si fueran despiertitos se las arreglarían para zafar del chaleco. No se puede ser idiota y vivo a la vez. No se puede caer en las profundidades de la miseria si uno es rico, o morirse de hambre y asco comiendo tumba de cuartel, si uno es un gran cocinero y tiene los armarios llenos de los mejores ingredientes. No hay manera de sostener que el que masca vidrio es sabio. No existe modo inteligente de martillarse los dedos. Melchor, mi amigo, fue siempre otario, y siempre orate. Desde chiquito cargó a la parca en el hombro, agarradita de su clavícula. Como un gran papagayo en blanco y negro.

Uno de sus principales enemigos, y tal vez el primero, fue la paternidad responsable. Como seguramente sabrán, la gente tiene hijos, y quiere lo mejor para ellos. Acá, en Nigeria, incluso en el Barrio Borro. Desde la fundación de occidente, con las apreciaciones de Jesús, el de la cruz, hasta Sting, con su sabia propuesta de que, tal vez, los rusos también quieren a sus hijos.

Me temo que no puedo abrir opinión sobre nigerianos, paganos o rusos. Pero sí puedo asegurar que los padres de Melchor estaban jugados por él. Porque lo vi. Porque estuve presente en suficientes instancias primigenias. Testigo presencial, visual y auditivo del compromiso social de los padres de Melchor, con Melchor. Con su inserción en el mundo debido. Con su acceso a las relaciones apropiadas, elegidas de manera precisa, casi quirúrgica. Y, de paso, con una educación sólida y amplia.

Por supuesto que no podemos descartar un componente genético. Gaspar, el padre, tuvo la desquiciada idea de llamar a su hijo Melchor. Seguramente reconocerán ustedes que, con o sin mala intención, la decisión es, a todas luces, cretina. En la partida de nacimiento de su primógenito, Gaspar estampaba, a los cuatro vientos, su distancia con el mundo de los cuerdos, su rechazo indeclinable de la sensatez. Lo que, puestos a pensar, no es ni tan raro, ni tan ajeno. En la generación de nuestros padres era casi la norma. Y hoy mismo: ¿cuántos siguen castigando a sus hijos con su nombre de pila? Juan hijo de Juan, Wilder (Uílder) hijo de Wilder, o Tristán de Tristán. Y otro tanto con sádicas cacofonías, como Gustavo Gutiérrez, Miguel Miguélez , Cristóbal Cristopoulos o Margarita Margolis. Si el apellido es largo, que el nombre sea corto. Sin rima, sin aliteración. La vida es suficientemente complicada por sí sola. ¿Para qué cargar peso extra en el morral de los niños?

Y para qué, también, cargarle las tintas al pobre Gaspar. Era, simplemente, un hombre de su época. Y les aseguro que tenía la mejor de las intenciones. Tanto, que apuntó a su Melchito en el colegio más bien del momento. Para que fuera capaz de surfear la ola tan bien como el que mejor la surfeara. Para que largara de la pole position. Y también, más o menos conscientemente, para que después no hubiera reclamos. Para que Melchor, después, no viniera con revisionismos y le echara en cara su fracaso, como él hacía ahora mismo con Sixto, su papá, abuelo paterno de Melchito, para mayor información.

Se las vio negras, Melchor, desde el vamos. Había determinados códigos implícitos que no cumplía, ni en lo personal ni en lo que traía de casa. Ni ropa, ni higiene, ni conducta. Su dicción no era apropiada, y tampoco su léxico. “Mirá que te relajo”, amenazaba, como vimos. Y cuando más malo quería parecer, advertía al virtual oponente de un eventual trompazo. Curiosamente, fue siempre jovial. Se reía fuerte, haciendo caso omiso de la crueldad. Para los profesores era descartable. Para los compañeritos, imbécil. Blanco, así, de todos los abusos. Peleaba en todos los frentes, y a carcajadas. Visto a la distancia, con el diario del lunes abajo del brazo, el sistema del momento no lo favorecía, diría yo. Mi posición contraria a los cambios que ha sufrido la educación es por todos conocida, así que no temo señalar algunos aspectos que, al menos para el caso de Melchito, habrían servido. Tal vez él sí necesitaba Ritalina. Con el telón de fondo de los acordes de Lanza Perfume, por Rita Lee, el sistema educativo moderno distribuye, cada mañana, una pastillita por cabeza, que los niños digieren alegremente. La responsabilidad de la enseñanza ha sido transferida al laboratorio. Todos los niños son iguales, pero los profesores son más iguales que los demás. No dan trabajo, hoy, los párvulos. Todos sacan sobresaliente, todos tienen premios, y todos juegan en el equipo. No hay niños problemáticos, ni maestros en falta. Nadie aprende nada, y todos pasan de año. Estamos todos contentos. Ya no es necesario usar condón: todos tenemos sida. Recurro aquí a Boris Vian, si me permiten. A su enceguecido amor. ¿Qué es lo que el populacho decide, al disiparse la bruma? Antes había sol, y estábamos todos peleados. Bajó aquella fantástica niebla, y dejamos de vernos, y un manto de fraternidad se extendió sobre nosotros. Pero la placidez duró poco. El viento volvió a soplar, la neblina se fue, y todo el mundo a las patadas otra vez. La masa sentenció, soberana: “¡Quitémonos los ojos, y seamos felices!”. Debemos reconocer que la parábola de Vian tiene mucha más gracia que la de Nuestroseñor, recomendando cortarnos todo miembro (bajo o no) que sea motivo de pecado. Es justo decir, también, que el francés tiene dos mil años a su favor. En el fondo, lo del galo no es más que una versión de la premisa esencial del de la cruz: someteos. ¡Penitenciagite!, al decir del políglota de El nombre de la rosa. Un mundo plácido y feliz en el que naides es mejor que naides, y nadie aspira a nada. Un mundo vaporoso de morfina propone hoy el pensamiento dominante. Dejad que los niños vengan a mí, por la suave e interminable pendiente.

En aquellos tiempos, les decía, era diferente. Había sopapos abundante. Si había que parar de escribir, y no parabas, soplamoco y pafuera. Si el escudo del saco estaba descosido, tinguiñazo en la oreja, y salías carpiendo, arrastrado de la patilla. ¡Qué tiempos aquéllos! A la mayoría le servía. Pero a otros, como Melchito, no. En el sistema educativo de hoy, si se es lento o disléxico, la cosa sigue funcionando, y el alma no se te rompe. Que, decididamente, no es poco decir. En un mundo prerritalina, en cambio, Melchito no hacía más que cobrar. Cobraba en clase, y en el recreo. Cuando el maestro entregada el dictado, empezaba por los que tenían cero falta, y avanzaba de a una. Para llegar a Melchor cantaba varias posiciones vacías. “Catorce faltas... nemo” “Quince faltas... nemo” “Veinticinco faltas... ¡Melchor!”. Y Melchor se reía, como hacían todos, y caminaba sonriente hasta el escritorio del maestro, a recoger su oprobio. Sonaba la campana, y corría a las carcajadas, hasta que lo arrinconaban en el patio, entre cinco, y le daban bufandazos hasta dejarlo morado. ¿Que dónde andaba yo? Ocupándome de mis cosas. ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano? Por supuesto que quería sacar la cara por él. Pero no me daba el querosén. No es que me la fueran a dar a mí. Es que simplemente no encaraba. Era de arranque lento, como Chinasky. Y, como a él, no me gustaba que se me pegaran las moscas. Saltaba, a veces, claro que sí. Como baldosa floja: si me pisaban, salpicaba. Pero cuando pisaban la baldosa de Melchor, el chijete que me llegaba no rebosaba los niveles de tolerancia. Era catolicopajero, sí, pero para preocuparme, no para ocuparme. Después iban a decir que era amigo de Melchor. Iban a hablar de mí, como hablaban del feo. Y no sé por qué mierda te doy explicaciones. No me vengas a cobrar cuentas ajenas y añejas, pedazo de un atrevido.

Y todas las veces peleaba, Melchor. Solito. Le doblaban el lomo, pero no le doblegaban el espíritu. Guapo y fuerte, sí señor, aunque pésimo para tirar las manos. No recuerdo un caso, un sólo caso en que algún verdugo haya recibido sus nudillos de lleno en la boca. Sí lo recuerdo, tristemente, girando sobre uno de sus pies, babeando de rabia, conducido por su puño cerrado que no impactó, y despatarrándose, humillado.

Y con esto aparece otro anacronismo enemigo de Melchor. Si hubiera nacido diez años antes, nomás, podría haber sido un líder tupamaro. Ese tesón, esa rabia, esa convicción. Con esa profunda, visceral estupidez, habrían hecho de él un elemento valiosísimo para el movimiento revolucionario vernáculo, tan romántico, tan desconectado, tan irresponsablemente idiota, y tan exitoso a la larga. Como Guevara, como Mujica, Melchor pudo haber terminado de ministro, o embajador. Las actitudes de Zabalza, en el libro de Leicht, evocan las de Melchor, y viceversa. Que te caguen a trompadas, pero que no te quiebren. A Zabalza le tenían que poner las esposas a castañazos todos los santos días, porque se negaba a ponérselas él mismo. A Melchor, lo torturaban a bufandazos en todos los recreos, sin que él jamás dejara de reír.

Un sistema de justicia que no condene a los pedófilos resuelve la esencial, visceral injusticia a los pedófilos. Pero no sirve, no cumple su función. Un sistema educativo que no destruya el alma de Melchor, tampoco. Eso, claro, suscribiendo la tesis socializante, tomando el camino fácil de culpar al mundo. Cantemos a coro: Yo, soy rebelde porque el mundo me ha hecho así. Si, en cambio, tratamos de mantener la objetividad, el abanico de causas se abre. ¿Fue el colegio que lo quebró, o estaba quebrado desde el vamos? Y cabe una tercera posibilidad. Estaba quebrado de antes, pero no venía quebrado de fábrica: la casa le quemó la bombita. Y la casa tiene sólo dos vertientes: la mamá, o el papá.

Poco puedo decir del papá de Melchor. Nunca hablé con él. Lo más que tengo es un cuento, con su balanceada dosis de verdad y mentira. Con toda la carga emocional, toda esa información filtrada. Importantísima si uno está interesado en el cuentista, pero irrelevante, obstaculizante, si uno quiere concentrarse en los temas.

Gaspar circulaba en motoneta. Este hecho simple, ingenuo, tiene graves connotaciones. Gaspar era hijo de una familia importante de rematadores de la capital, con un nombre comercial y alcúrnico que mantener, tanto para él como para sus hermanos y primos. La motoneta, para ser breve, era un bochorno. Los hermanos, los sobrinos, todos los parientes la execraban. Y los malos, que siempre comentan, se hacían un festín. Pero Melchito estaba encantado con la motoneta, y le metía mano tupido, a la par de Gaspar. En aquellos tiempos el problema era la tercera, el tercer problema de las mujeres al manejar, según Verdaguer. No había forma de hacerla entrar. Gaspar sudaba con la pinza y la llave inglesa, pulía su pelada, engrasando los insuficientes, afanados piolines. Se pasaba la mano chica por la frente, entregaba y recogía herramientas de y hacia el primogénito instrumentista. Luego de intensas manipulaciones conjuntas de Melchor y Gaspar, vino el turno de asaltar. Gaspar salió a dar la vuelta manzana, y volvió a entrar raudo, hacia el garaje. “¡Melchor, Melchor!”, gritaba. “¡Entró la tercera!”. Y se dio con todo contra la puerta. No más motoneta para los reyes magos. Antes andaban en motoneta, ahora, en bicicleta van a andar, éstos.

El cuento, claro, resultaba gracioso. Y nada más. Por alguna razón, el lado patético no afloraba, quedaba perdido en el olvido, en la negligencia, tal vez. El inicuo del rictus en la boca, el de origen peninsular, ganaba un pequeño espacio en la ronda, pequeño y fugaz acomodo que perdería en instantes nomás, como siempre. La fugacidad del beneficio no alteraba la durabilidad del daño. Como las bolsas de plástico, la maledicencia se usa diez minutos y perdura 150 años. El Gallego Gerona se permitía ese rictus casi sonrisa, ese pertinaz canto al desprecio, esa constante señal de alerta que él no notaba, creo yo. Una marca indeleble, que resistiría la más férrea de las voluntades, el más corrosivo de los disanes. Y Gerona, a qué decirlo, era pusilánime. Pero se sacaba las ganas, se sacudía por segundos el complejo, y a cambio embadurnaba de brea a Melchor, y por accesión a su papá.

Por próximos que fueran, padre e hijo, lo más sensato es creer que la persona que realmente marcó a Melchito fue su madre. Puedo decir varias cosas de Maruja, e incluso algunas serán ciertas. Para un niño de seis años era una bruja, y con once años seguía pareciéndome una bruja. Tenía los dientes protuberantes, el pelo desmelenado, negro y blanco como un damero, como Cruela Devil. Se cubría con batones estampados, de brazos flácidos al aire y moña al frente, a lo salto de cama. Los pies gastaban hojotas de procedencia brasileña, compradas en el Chuy en el viaje mensual del bagayo de ticholos, sardinas, aceite, azúcar y yerba que guardaba en el mismo garaje que destrozaron la motoneta y la cabeza de Gaspar. Maruja paraba, sí, la olla. A Gaspar le gustaba mucho especular, e iniciaba negocios como los RRPP inician conversaciones. Fracasaba uno, empezaba otro. Tenía varios a la vez, malabarista de la bancarrota. Pellizcaba un pesito aquí y otro más allá, por un camino largo de parientes y amigos que querían sacárselo de encima. Y los malinvertía con fruición en cuanta quimera imaginara. Una ametralladora de costosos disparates, que nunca, ni una vez, produjeron nada. Justo es decir que sólo tiró su herencia y lo que le daban por ahí, para no verlo ni oírlo. Jamás, repito, jamás, invirtió un peso de lo que generaba el almacencito laboral de Maruja. Se le ocurrió una vez sola, y Maruja le dio tanta trompada que pasó en el hospital más días que la vez de la motoneta.

Por supuesto que no podía tener un almacén casero en el corazón de Carrasco, y a doscientos metros de Tienda Inglesa. El garaje era el depósito: la venta se hacía en las instalaciones del Ministerio de Educación y Cultura. Maruja tenía un cargo administrativo añejo, heredado de una tía de Gaspar. El sueldo era nimio, pero era ideal para el almacén. Esmeradamente limpió un cuartito de abajo, casi un armario, lleno de estantes de metal que cubrían cada centímetro, hasta el techo. Tiró mucho, es increíble la cantidad de porquerías que se juntan en las oficinas públicas. Se llevó algunas cosas que podían servir, como lámparas viejas o máquinas de sumar obsoletas, que de a poco fue vendiendo. Hizo venir un cerrajero, que instaló un doble juego de llaves y blindó la puerta. Que conste: esto lo pagó de su bolsillo. Y ahí puso el almacén. Sin alquiler, y con un público cautivo. Compañeras y compañeros encantados. Al jefe le daba unos quilos de yerba de regalo. Qué menos. Todas las mañanas reponía el inventario. Cargaba en el ómnibus un par de bolsos grandes. Una pinturita el almacén. Mercadería de primera, importada, más barata que en la feria, y en la oficina. Maruja, a todas luces, había nacido para almacenera. Conocía a las 300 clientas por nombre, llevaba un libreta de fiados, actualizaba la gama de productos de acuerdo a las sugerencias de la clientela. Y pagaba las cuentas: el inservible de Gaspar, casa en Carrasco, y tres nenes en los colegios más caros del país.

Maruja había mostrado temprano sus dotes comerciales. Gaspar la conoció cuando trabajaba en la casa de un vecino. Ya en ese momento cargaba bolsos varios en el ómnibus. En dirección opuesta, en aquella época. Ahora llegaba cargada, todas las mañanas. Cuando adolescente, todas las tardes salía doblada por el peso de los bolsones multicolores. En aquellos tiempos sí, el almacén era en la casa. Un almacén casero en el living, que era cuarto y cocina también. Las vecinas esperaban ansiosas la llegada de Maruja. Entraba, disponía la mercadería sobre la mesa, junto a la balanza de feria, en forma de woc. Y vendía en un ratito el azúcar, la yerba, los enlatados. Era muy reconocida en el barrio. Los productos eran de primera, los precios de risa, y la atención impecable. Maruja sabía mantener una casa desde los quince años. A su madre no le faltó nada, hasta que murió.

Y no se vayan a creer que Maruja se puso fea de vieja. Por otra parte, ni vieja era, en aquella época. Debía estar más cerca de los treinta que de los cuarenta. Maruja era igual de fea cuando adolescente. No fue por lo linda que la buscó Gaspar. Maruja le entró por la nariz. Pasaba cargada por la puerta de la casa de los padres de Gaspar, y dejaba una estela dulzona. Para uno, ahora, adulto y conocedor, el hedor sería fundamentalmente sudor. Pero para Gaspar, adolescente y febril, la cosa venía de más abajo. Démosle a Gaspar, una vez más, el beneficio de la duda. Por qué no, tal vez su olfato era superior, tal vez venía de un linaje de maestros perfumeros. Tal vez sabía de la existencia de Grenouille. Al principio perseguía el olor, sin percibir siquiera que la seguía. Luego empezó a acompañarla con los ojos, de lejos. Al tercer día de seguirla a unos pasos nomás, Maruja se paró en seco, y apoyó las bolsas en el piso. Sin mirarla, Gaspar se adueñó de la más grande, y caminó con ella a la parada. De ahí, si estaba en casa a esa hora la esperaba en la puerta, la saludaba, le ofrecía ayuda. Un día Maruja apareció sin bolsas. Melchor saludó, y amagó a irse para adentro, confundido. “Vamos, Gaspar”, le dijo. Y caminaron en silencio. Bajaron a la playa en el frío del invierno. Maruja se había perfumado.

En aquellos tiempos, la playa de Carrasco era precedida por una franja de tamarindos. Si bien bajos, reservaban un espacio razonable de privacidad, que era aprovechada por amantes y otros necesitados, que dejaban rastros de sus actividades. Así, entre profilácticos usados, papeles manchados, y soretes, Melchor comenzó su aventura en el mundo de los vivos. Sin pretender, por supuesto, entrar en cuestiones políticas. Para algunos, empezó su viaje personal. Para otros, infectó a Maruja con la enfermedad del útero. Que terminaría entre siete y nueve meses después, cuando asomara su pequeño apéndice de hueso, llorando como un marrano. La partera vio que era hermoso, y no supo por qué. Hoy, mirando las fotos, comprobamos que no era deforme, como los demás. Nació bien, Melchor, con una cabecita proporcionada.

Cuando dejó el colegio, Melchor floreció. Como una mujer que se divorcia, abrió sus pétalos al mundo, liberado al fin de la opresión. No creo que haya terminado el liceo. Cosa, por otra parte, harto irrelevante. Lo que cuenta es que se sacó de encima ese fardo que, calculo, nunca asimiló. Mi impresión es que ése era su universo. Platónico en su caverna, con la cabecita fija en las sombras proyectadas en la pared, cómo iba a saber que afuera había un mundo ancho que disfrutar. ¿Ancho y ajeno, decís? Tal vez más adelante. En ese momento Melchito abrió los ojos y empezó a manotear, con éxito, ampliando aceleradamente su espacio vital.

Seguramente no fue una decisión consciente. Ni Maruja ni Melchor vieron el desperfecto.

Seguramente las finanzas de Maruja flaquearon, y no tuvo más remedio que renunciar a sus indirectas aspiraciones aristocráticas. Sin proponérselo, Melchor aprovechó la volada. Consiguió trabajo, hizo un circulito de amistades, comenzó a salir de noche, a beber. Sin embargo, la parca no lo soltó. Luego de años sin verlo, lo divisé un día, de lejos, trepado en la estatua femenina y desnuda de una fuente. Lo saludé sonriente, y me soltó todos esos dientes verdosos de su cara de torta. Y me hizo el chiste revelador: se puso a manosear a la estatua. Empezó riéndose, luego se olvidó de mí y comenzaron las pequeñas convulsiones de perrito faldero. Lo estoy viendo ahora, la cara desquiciada, el short viejo y cortito para arriba y para abajo, y todavía me asusta. Me fui rapidito sacudiendo la cabeza. No para negar, sino para borrarlo. Para despejarme, como hago ahora.

Cuando lo volví a ver, fue entre rejas. Yo trabajaba en un banco, en la Ciudad Vieja. Tenía que comprar unos dólares con lo que me sobraba del sueldo, que era casi todo porque vivía con papá. Me recomendaron el tugurio de enfrente. Toqué el timbre electrónico, tipo intercomunicador, y empezaron a sonar las cerraduras. Se abrió la puerta blindada, y me vi en una estancia minimal, con un mostrador al fondo, enrejado, de pulpería. Atrás de las rejas, un soberbio blíndex, muy inusual en aquellos días. Y atrás del vidrio, la sonriente torta de Melchor. “¡Timo, cómo andás!” “¡Melchor, querido! ¿Andás por acá?” “Sí, hace tiempo que estoy en el cambio. ¿Querés comprar dólares? Dejame ver la pizarra. Te hago un puntito más. Dos puntitos te hago a vos, Timo”.


Integra el libro Londres, G - La Manuela del Monte - Melchor fue primera mención en el concurso literario Juan Carlos Onetti de la Intendencia Municipal de Montevideo (2022).


Julio Vera