Fecha

2006

Categoría

Narrativa

Para Th. M.

Antes de irse de Montevideo y de mi madre para inventarse un futuro, mi padre había sido baterista de jazz. No era bueno porque no tenía el oído necesario y su técnica no era suficiente. Pero amaba el jazz.

Y le decía a su novia, emocionado, que aquella era la única música capaz de producirle felicidad así viniera de Nueva Orleáns, de Chicago o de París bajo la ocupación nazi y aun cuando se presentara envuelta en la melancolía del saxo de Coltrane en Naima o del piano de Thelonious Monk en Ruby, my dear.

- Esos tipos sí saben cómo hablarle a una muchacha – dijo mi mamá y mi padre se enamoró de ella nuevamente.

Pero como si aquello no fuera suficiente, él trataba de explicarle que lo que uno aprende, finalmente, es que no hay géneros, no hay canciones, ni siquiera hay instrumentos: sólo hay intérpretes, razonamiento que a mi mamá, que también amaba la música pero de un modo mucho más natural, la tenía absolutamente sin cuidado.

Pero en aquella época estaba solo en aquel lugar medio desierto donde casi todo estaba por hacerse, separado por primera vez de mi madre desde hacía demasiado tiempo. Era invierno, el viento murmuraba a través de las casuarinas cercanas al hotel y él había empezado a odiar el viento.

Seis meses antes de su muerte, mi padre me llamó desde su casa, a cincuenta kilómetros de Montevideo, para pedirme el nombre de un medicamento que yo tomaba eventualmente para el dolor de estómago. Me dijo que sentía un dolor permanente desde hacía tiempo y quería probar si ese calmante lo aliviaba. Como mi papá solía estar nervioso por razones que solamente él conocía y exageraba ligeramente los síntomas de sus malestares, no me preocupé demasiado. Me arrepiento de eso.

Siempre, pero especialmente cuando el viento soplaba desde el mar y la arena se colaba bajo las puertas como en aquella noche, mi papá extrañaba a mi madre. Entonces se encerraba en la pieza del hotel que compartía con un viejo asmático que solía hervir hojas de eucalipto durante toda la noche, impregnando la habitación de un penetrante olor a sanatorio, y le escribía a mi mamá largas cartas donde le contaba que siempre la extrañaba pero más cuando había viento.

Aquella noche, en cuanto las chapas del techo comenzaron a sonar y la arena a golpear contra las ventanas que miraban hacia el mar, todos supieron que el temporal que se avecinaba iba a ser especialmente intenso y se prepararon para el corte de luz que, finalmente, no se produjo. Se acercaron al fuego de la chimenea porque habían empezado a sentir frío y supieron con fastidio que un médano, que hasta entonces no estaba allí, cubriría la pared que daba al sur y que a la mañana siguiente o el día después o más adelante, cuando la arena estuviera seca, tendrían que ayudar a palearla para liberar el acceso.

Había menos gente que de costumbre: el dueño del hotel, que oficiaba de conserje, un muchacho delgado que acompañaba a los escasos pasajeros a las habitaciones y los ayudaba a trasladar el equipaje, hacía los mandados y colaboraba con la limpieza, el cocinero y su ayudante que en ese momento trajinaban sus rutinas en la cocina, un mozo sin nada que hacer por el momento, tres viajantes de comercio en camino hacia el este, dos empleados más de la misma compañía que mi padre, un tenedor de libros y un empleado administrativo que se entretenía haciendo pajaritas de papel, mi papá, que era ayudante de ingeniero y el segundo en rango después del Administrador General y su viejo compañero de pieza y de trabajo, topógrafo de profesión.

La orquesta de Cab Calloway llegó sin anunciarse. Iban rumbo a Punta del Este cuando los sorprendió la tormenta y resolvieron refugiarse en aquel hotel perdido entre la playa y la ruta, donde mi padre y los demás se alojaban a la espera de que la dudosa llegada del progreso los hiciera encontrar su lugar en el mundo.

- Cuando levanté los ojos y miré hacia el vestíbulo – diría más tarde uno de los viajantes, que en ese preciso momento había logrado juntar a otros tres jugadores para una partida de truco y barajaba – estaba lleno de negros y, no sé por qué, me asusté y se me cayeron las cartas de la mano.

Los músicos estaban empapados. Habían caminado desde el ómnibus, encorvados sobre sus enfundados instrumentos para impedir que la lluvia los mojara, y seguían protegiéndolos aun después de que se encontraron a resguardo de la tormenta.

Todos los que estaban alrededor del fuego se volvieron al oír el ruido provocado por aquellos hombres que hablaban en inglés y a los gritos. La sorpresa no hubiera sido mayor si, en lugar de los músicos, hubiera irrumpido una caravana de mercaderes árabes montados en camellos o si de la pantalla de un cine hubiera descendido toda una cuadrilla de aquellos chinos casi míticos que trabajaban para el ferrocarril en el Lejano Oeste.

Mi papá sabía que su progreso personal estaba ligado a la paciencia, que todo lo que tenía que hacer era esperar a que el alcohol, la incompetencia o la combinación de ambos, terminaran por derrumbar a su jefe para, sencillamente, ocupar su lugar. En los hechos, hacía bastante tiempo que había tomado las riendas y conducía los trabajos. Él era el que sabía de fijación de médanos: había estado estudiando en el vivero de Miramar y en Mar del Plata durante el primer gobierno de Perón y el propio general lo había citado a la Casa Rosada, al finalizar el curso, para desearle suerte y seguramente para, a través de un acto simbólico y mínimo como aquel, mejorar en una pizca las deterioradas relaciones entre argentinos y uruguayos. Mi padre era quien dirigía a las cuadrillas y experimentaba con las variedades de plantas hasta encontrar la que fuera capaz de detener el avance de las dunas. La arena estaba a punto de sepultar el balneario y el éxito de la empresa para la que trabajaba dependía, en gran medida, del éxito de su trabajo. Era también quien había conseguido aquella tropilla de caballos viejos, tuertos algunos, descaderados otros, que giraban día tras día en el corral, pisando una apestosa mezcla de barro y bosta hasta dejarla homogénea y apta para fabricar las macetas que, más tarde, albergarían las plantitas que se alineaban en almácigos bajo un tinglado en el vivero.

El administrador no era un mal tipo. Era solamente un hombre cansado que ya no tenía ganas de seguir peleando sus pequeñas batallas ni, mucho menos, de intentar detener el avance de aquellos inmensos médanos que, al capricho del viento, se movían como si tuvieran vida propia. Empezaba a tomar caña desde la mañana temprano, como si hubiera adivinado que su destino era morir entre hierros retorcidos y aplastado por un tren en un paso a nivel. Pero eso sólo sucedería mucho tiempo después.

El cocinero tuvo que recurrir a todos sus recursos e inventiva para darles de comer a sus comensales de siempre y a aquel grupo de músicos que había tomado, pacíficamente, el hotel por asalto. Todos estaban con hambre y su despensa no estaba bien surtida. Tampoco la heladera rebosaba. No era común que comieran más de dos o tres personas además de los pasajeros del hotel. Pero él siempre repetía, y esa noche tuvo la oportunidad de demostrarlo, que teniendo suficiente arroz y más de un pollo en el gallinero, nadie se iba a ir con hambre si él estaba a cargo de la cocina.

Después del café, el dueño del hotel quiso agasajar a los visitantes y, en un gesto de generosidad sorprendente para todos lo que le conocían, distribuyó copas y varias botellas de cognac que reservaba para una ocasión especial.

Si cerca de la medianoche comenzaron a tocar, fue porque uno de los músicos sacó su instrumento y ensayó un solo cauteloso y porque el pianista le quitó la funda al piano del hotel, milagrosamente afinado y tocó una escala y luego se sintió satisfecho y porque ambos miraron a Calloway y éste asintió con la cabeza.

Mi papá no podía creer lo que estaba pasando. Desde el principio había guardado la secreta esperanza de que algo así sucediera, pero había descartado la ilusión por absurda. Sin embargo, de pronto, algunos de los músicos estaban afinando y los ojos les brillaban casi tanto como a mi padre.

Por una vez en su vida peregrina, olvidaron la música bailable que los había hecho célebres, escupieron por lo bajo los nombres de Glenn Miller, de Artie Shaw, de los hermanos Dorsey y de todos los músicos blancos que llenaban los grandes salones al solo influjo de su nombre, y tocaron jazz. Cerraron los ojos e interpretaron aquella música mágica, nacida de las voces y de la tristeza de los esclavos de las plantaciones de algodón y de los viejos blues del delta del Mississippi.

Fue el pianista el primero en improvisar sobre una melodía que a mi papá le costó reconocer. Cuando logró hacerlo, se echó hacia atrás hasta tocar el respaldo de su silla, satisfecho.

- Bye Bye Blackbird – dijo para sus adentros, sonriendo.

Cuando le cedieron el turno al baterista, todos pensaron, tal vez hasta los propios músicos, que se limitaría a unos redobles, a una recorrida por los tambores y los platillos manteniendo el ritmo y aceptando su eterno destino de acompañante. Pero por alguna razón el hombre, bajo una tormenta inclemente en un lugar frío y lejano donde nadie entendía su idioma ni, él creía, su música, esa noche se fue sintiendo protagonista a medida que tocaba y, luego de hacer una larga recorrida por parches y platillos en un prolongado solo, abandonó su asiento y sacó una caja de fósforos del bolsillo, mientras el contrabajo y el piano seguían sonando casi imperceptiblemente. Se sentó en una mesa, junto a los parroquianos, tomó dos fósforos de la caja y volvió a cerrarla. Entornó los ojos y golpeó aquella pequeña cajita con las improvisadas baquetas, como si en ello le fuera la vida que le quedaba. Retomó el ritmo sin dificultad y todos contuvieron el aliento y dejaron de mover los pies, de modo que sólo se sentía el sonido de los fósforos golpeando la caja. Y el viento.

Fue entonces cuando mi papá se preguntó, por primera vez, si lo que estaba haciendo valía la pena, porque sentía que su principal objetivo se estaba disolviendo en el aire; que sus grandes ambiciones se habían vuelto mezquinas y que una intriga no valía ni siquiera el tiempo que gastaba en pensarla. Ciertamente no iba a extrañar a la arena que le lastimaba los ojos a la menor brisa, que se depositaba sobre los caminos impidiendo el paso de los vehículos en pocas horas y que, a veces, parecía imposible de contener. Entonces había que plantar rápidamente la especie seleccionada, mientras otra cuadrilla levantaba una cerca de protección con costaneros para impedir que la arena, arrastrada por los vientos marinos, sepultara los retoños tal como enterraba casas y clausuraba carreteras.

El baterista se levantó de la mesa, sacudiendo la cajita de madera entre sus dedos sin abandonar el ritmo y tomó los palillos de encima del redoblante caminando hacia el contrabajista. Al verlo acercarse, el otro sonrió y alejó su mano derecha del instrumento. El baterista comenzó a golpear suavemente las cuerdas y de pronto la melodía volvió. Golpeaba mientras el bajista deslizaba su mano izquierda sobre las cuerdas apretándolas de tanto en tanto, con una suavidad muy próxima al amor. Tocaban como, si en las sillas de lata, junto a las mesas, estuviera sentado un crítico de la revista Downbeat, en lugar de aquellos extraños latinos cuyo patronímico eran incapaces de pronunciar. El baterista percutía las cuerdas y la melodía se alejaba y volvía convertida en algo distinto pero extrañamente igual a sí misma; muéstrenme un sendero, parecía decir, que yo lo recorreré por donde mejor me parezca, iré por el medio de la senda, volveré por uno de los bordes y desandaré el camino por el otro, caminaré de espaldas, lo cruzaré en diagonal de un lado a otro, pero ustedes podrán ver que sigue ahí; no lo verán siempre pero yo les aseguro que lo verán; y si no fuera así, sabrán que sigue allí aunque no puedan verlo.

La noche había avanzado sin que se dieran cuenta, a pesar de que los hombres que vivían en el hotel no estaban acostumbrados a trasnochar. Permanecían despiertos, sin embargo, porque aquella música había logrado atraparlos o porque, si la lluvia continuaba, poca cosa habría que hacer a la mañana siguiente.

Mi papá sentía un gusto a música en la boca, pero no se atrevía a volver la cabeza para ver lo que estaban haciendo los otros y prefería creer que estaban tan felices como él. Porque baterista y contrabajista, eternos acompañantes, convertidos ahora en un solo músico que había hecho enmudecer a todos los demás instrumentos, improvisaron como sólo fueron capaces de hacerlo los grandes pianistas, los que nunca olvidaron que tocaban un instrumento de percusión. Además, liberados de la presencia estridente de las líneas de vientos, parecía que estaban tocando al oído de cada uno de los presentes. Mi padre miró a los músicos y le pareció que cada uno de ellos reflejaba en el rostro los lejanos cielos de la infancia. Calloway, que quizás se estaba acordando de su niñez en Baltimore, olvidó por un momento que él era tanto comediante como músico y se puso serio. Sacó un gran pañuelo del bolsillo y se sonó la nariz, con disimulo, y fue entonces cuando mi padre empezó a pensar que era hora de volver a casa para casarse con mi madre.

Paladeó el cognac entibiado por el calor de sus manos y cerró los ojos. Él sabía que los médanos podían volverse un problema sin solución si él no lograba frenar su avance. Si los retoños, plantados en número mayor al necesario, sobrevivían en cantidad suficiente y hasta alcanzar la fortaleza requerida, había esperanzas de que las dunas permanecieran estables. Además, si todo salía bien, finalmente habría un bosque donde antes sólo había arenas movedizas y los turistas podrían descansar a la sombra de los árboles.

Mientras esperaba que los cirujanos resolvieran si operaban o no el tumor encapsulado que tenía en el páncreas y mi madre hablaba con un sacerdote jesuita, mi papá se sintió mal, algo se rompió dentro de él y entró en coma. Estaba solo en la habitación. En esos momentos mi mamá le pedía al cura, con desesperación, que la ayudara a resolver qué contestar cuando el médico viniera a preguntarle qué quería que hicieran con mi padre. Todos, menos ella, sabíamos que nadie vendría a consultarle nada, que ella no tendría la oportunidad de resolver el grado de decencia con que mi padre se iría de este mundo. Él, que fue por sobre todas las cosas un hombre bueno, honorable y altivo, iba a morir como los médicos lo resolvieran y, tal como estaban las cosas, sin dignidad alguna.

Afuera, la tormenta continuaba pero a nadie parecía importarle. La lluvia arreciaba pero el viento había amainado. El baterista parecía estar llegando al final de su interpretación y ensayó una especie de arpegio, improvisando sobre el acorde y golpeando con las baquetas, alternadamente y cada vez con más fuerza, las cuerdas del contrabajo.

En ese momento brilló un relámpago. En otras circunstancias, aquellos hombres habrían mirado automáticamente hacia afuera a la espera del trueno. Pero esa noche sólo estaban pendientes del hombre negro y flaco que parecía flotar dentro del traje marrón, mientras saltaba como un pájaro al borde de un estanque y aporreaba las cuerdas sin perder ni por un instante la melodía que había vuelto a traer y que ahora no estaba dispuesto a dejar escapar. Entonces sonó un estampido que nadie logró identificar. Mi papá, transportado por la música hacia lo mejor de sí mismo, se sobresaltó y se puso de pie sin entender lo que pasaba.

Miró a Cab Calloway que se agarraba el generoso vientre con ambas manos sin poder contener la risa y notó que la música se había interrumpido. Una de las cuerdas del contrabajo había estallado y los dos músicos se miraban como si no pudieran decidir quién sería el primero en insultar al otro. El baterista, finalmente, estrelló los palillos contra la pared y masculló, por lo bajo, algo que sonó como una puteada.

Los del hotel, muy lentamente, se levantaron y se despidieron con un movimiento de cabeza, algo entre el agradecimiento, la burla y el adiós. Mi padre, que había vuelto a sentarse y que amaba el jazz como nunca volvió a amar a ninguna otra música, decidió que aquel lugar era, verdaderamente, un sitio de mierda. Porque, cuando el baterista terminó súbitamente de tocar, nadie aplaudió.

Mi papá murió pocos meses antes de cumplir setenta años, cuando apenas comenzaba el verano.

La lluvia había cesado cuando abandonó el hotel a la mañana siguiente. El viento soplaba desde el sudoeste, el cielo estaba claro y el día diáfano como siempre después de la lluvia. Visitó a las cuadrillas que estaban trabajando en las cercanías, sin dejar de prestar atención al ómnibus que había traído a los músicos. Cuando sintió que encendían el motor del viejo vehículo, corrió médano abajo. Esperó la salida de los músicos cerca de la entrada principal. Cuando el baterista salió del hotel, jugueteando con par de baquetas, mi padre se adelantó un paso. Después esperó la partida del ómnibus sin moverse de su lugar.

Al mirar por la ventana trasera, la última imagen que vio el baterista fue la de aquel muchacho delgado y alto, de pie en medio de la arena, saludable y tostado por el sol, con un brazo levantado y agitando, apenas, la mano derecha, en señal de adiós.

Cuento inédito


Guillermo Álvarez Castro