Fecha

2006

Categoría

Narrativa

En aquella época Peñarol ganaba casi todos los partidos y la gente no tenía miedo. En el pueblo había dos ladrones y todos los conocíamos. Mi viejo, mi abuelo y a veces también el padre Barlocco les regalaban de tanto en tanto alguna cosa -ropa, un cajón de manzanas, juguetes nuestros en desuso- para que no tuvieran que salir a robar. Cuando nos íbamos para la playa -casi siempre en febrero, si papá conseguía la licencia-, los mandaba a buscar.

El Fito y el Canuto venían juntos, entraban al banco, lo que provocaba cierta inquietud entre el personal, pedían para hablar con el viejo y, respetuosamente despojados de sus gorras de ladrones al entrar a su despacho, recibían la notificación:

-Nos vamos por un mes, por favor, me cuidan la casa. Que no vaya a faltar nada. Así durante años, y nunca faltó nada. La puerta de la cocina que daba al patio no tenía llave, y nadie se preocupaba porque la tuviera. En casa del Tata, igual. El Canuto quedaba encargado de darle de comer a las gallinas. Jamás faltó una, como tampoco faltó ni una sola de las famosas herramientas del abuelo. Y eso que el galpón quedaba abierto.

Mi abuelo era socialista y sostenía que todos los hombres son buenos, que lo que les embroma la vida es la propiedad privada, que los ladrones no existen, solo hay gente necesitada y que él, él mismo, si no tuviera nada, saldría a robarle a los ricos.

Papá tenía un puesto importante en el banco, y era de Peñarol. Igual que el Canuto y el Fito.

Cuando jugaba Peñarol -los sábados o los domingos, en forma alternada- el viejo lavaba el auto. Tenía un Borgward Hansa del 54, que sacaba del garage y estacionaba sobre la vereda. Conectaba una manguera, acercaba un balde, una pastilla de jabón Bão, un trapo de piso y una franela amarilla, levantaba la persiana del living y sacaba la radio Philips, que colocaba en la ventana. La sintonizaba en Sarandí -para escuchar a Solé- y esperaba a que empezara el partido. El lavado del auto duraba exactamente lo mismo que el relato: el enérgico "¡Buenas tardes!" con que Solé cerraba su narración lo sorprendía en la última repasada con la franela.

El Fito y el Canuto no tenían radio, y se venían con el mate a escuchar el partido con nosotros. Nos sentábamos en el cordón de la vereda y seguíamos la rutina del lavado y las alternativas del relato en medio de un silencio total, solo interrumpido por el saludo de un vecino que pasaba o por algún breve comentario pedagógico del viejo. Ni siquiera gritábamos los goles. Papá se limitaba a sonreír, concentrado en su tarea. Yo miraba a mi hermano Yuyo, y los ladrones se frotaban las manos y se pasaban el mate.

El Yuyo tenía un ídolo: el Cotorra Míguez. Era el centreforward de Peñarol, y hacía muchos goles. Pero además regalaba a la hinchada con jugadas de lujo: los amagues inverosímiles, las jopeadas, los caños, los goles de chilena, los taquitos y la bicicleta. Para Yuyo era lo máximo, nadie jugaba como Míguez. Papá le hablaba del Pardo Abaddie, del Pepe Schiaffino, de Hohberg -el cordobés-; pero no había caso, como el Cotorra, ninguno.

Mi prima Licha, en cambio, admiraba a Javier Ambrois, que era el entreala de Nacional. Licha lo peleaba al Yuyo con un argumento imposible:

-Ambrois es mucho más lindo.

Y el Yuyo se calentaba -qué tenía que opinar Licha de jugadores, el fútbol era cosa de varones-; Míguez era mucho mejor, hacía muchos más goles, jugaba en Peñarol y además, era por lo menos tan lindo como Ambrois. Licha cerraba la discusión con un argumento irrebatible: Ambrois tiene un bigotito divino; el Cotorra, no.

Un sábado -jugaban Peñarol y Rampla, papá lavaba el Borgward- arrancó a llover. En pocos minutos se formalizó un temporal. También llovía en el Estadio, pero el partido no se suspendía. Papá metió el auto en el garage, juntó los implementos de limpieza y nos mandó para adentro. El partido estaba uno a uno y pintaba muy complicado para Peñarol. El Canuto y el Fito se guarecieron en el zaguán, y se quedaron allí cuando el viejo, creyendo que se habían ido, metió la radio para adentro y bajó la persiana.

-Papá -dijo el Yuyo-, los ladrones están en el zaguán.

El viejo pareció no comprenderlo, por lo que traté de ser más concreto:

-Papi, los ladrones de Peñarol, el Canuto y el Fito...

Me miró desconcertado y agregué:

-... se quedaron afuera, quieren escuchar el partido.

Entonces entendió, fue, abrió la puerta y los hizo pasar. La escena era insólita, nosotros, papá y los dos ladrones del pueblo sentados en el living de casa -un lugar prohibido para los niños, sagrado e inaccesible según una firme y antigua política de mamá-, escuchando a Solé.

Nadie pronunció palabra. Cuando terminó el encuentro, el Fito y el Canuto se calzaron las gorras, le dieron la mano al viejo y se fueron. No nos robaron nada, el Tata tenía razón.

Al día siguiente, a la salida de misa, el Fito estaba en la puerta de la iglesia. Me llamó aparte, hizo señas de que caminara hacia la esquina. Cuando calculó que nadie nos veía, sacó un envoltorio de debajo de la camisa y me lo dio:

-Esto es para vos, Mario. Y también para tu hermano -y después de verificar, con una ojeada, que no había moros en la costa, desapareció.

El paquete contenía un álbum de figuritas, el Goleador, flamante, con olor a nuevo.

-Con olor a recién robado -como dijo mamá, que exigía que lo tirara a la basura o lo devolviera.

Pero, ¿a quién se lo iba a devolver? Con Yuyo ya habíamos decidido juntar las figuritas hasta llenar el álbum aunque mamá se oponía terminantemente. Intentó seducirnos con una alternativa absurda:

-¿Por qué no coleccionan las figuritas de los chocolatines Águila? Son mucho más interesantes, se aprenden cosas, y además...

Mi cara y el gesto del Yuyo, que tenía el álbum apretado contra el pecho, dieron la respuesta definitiva: el Goleador y chau.

Durante meses disfrutamos de la aventura de ir consiguiendo las figuritas. Había que negociar la apropiación del vuelto de los mandados, o conseguir que tíos, abuelos y demás deudos fueran aflojando algunas propinas que inmediatamente se convertían en Goleadores. Una buena nota en los deberes permitía fundar con éxito -no siempre, claro está- el pedido de algún peso para figuritas. Las páginas del álbum se iban llenando, al principio muy rápidamente. Teníamos muchas repetidas, pero era fácil cambiarlas en la escuela, o con los primos de Montevideo, a los que veíamos cada quince días. A veces, inesperadamente, se ganaba alguna que faltaba, a la arrimadita, el sapo o la tapadita.

Poco a poco la cosa se iba haciendo más lenta y más emocionante. Conseguir llenar una página era maravilloso, dos páginas seguidas, un milagro. El montón de repetidas crecía y, llegado a cierto punto más o menos indefinible, empezó a llamarse "el faco". El faco, atado con una gomita, habitaba nuestros bolsillos y dormía sobre la mesa de luz. Estaba de guardia sobre el escritorio a la hora de hacer los deberes y viajaba con nosotros a todas partes. Llegó un día en que el álbum estaba prácticamente completo, solo faltaban ocho figuritas. Entre ellas, la más importante, la más deseada. Yuyo soñaba con ella, no hablaba de otra cosa: la 96, Oscar Omar Míguez, el Cotorra, su ídolo.

-Mario -me tiraba del brazo mientras yo estaba tratando de hacer un mapa de Perú más o menos presentable-, ¿a vos te parece que los jugadores también juntan Goleadores?

-Claro, seguro que sí -le contesté sin mirarlo, mientras intentaba calcar el río Apurimac.

-¿Y cómo hacen? Para mí que los señores del álbum les deben regalar muchas, ¿no?

-A mí me parece que es distinto -dejé el mapa para otro momento-. Yo creo que les regalan las ciento ochenta, pero todas iguales, las que le corresponden a cada uno. Yuyo me miró asombrado, como si hubiera descubierto la pólvora.

-¡Claro! ¡Tenés razón! Por ejemplo al Cotorra le dan ciento ochenta Cotorras y él las va cambiando con los otros jugadores y así todos pueden llenar el álbum. Seguro que es así.

Y se quedó de lo más contento. Habíamos descubierto uno de los secretos más extraordinarios del álbum Goleadores. La fantasía que un poco distraído inventé para sacarme de arriba a mi hermano fue elevada a la categoría de interpretación oficial. Ahora todos los jugadores de primera división estaban juntando figuritas, con sus propias imágenes, y probablemente antes de empezar los partidos o en el entretiempo se reunían en los vestuarios para poner al día los canjes y seguir completando páginas.

Pasaban los días y las ocho más difíciles seguían sin aparecer. Empezamos a dudar si en realidad existirían, pues ninguno de nuestros amigos jamás las había visto, ni hablar de tenerlas disponibles para cambiar.

Yo fui perdiendo interés en la colección, pero el Yuyo, "más porfiado que una mula" en opinión de mamá, seguía insistiendo y juntando vintenes para comprar Goleadores. Hasta que llegó su cumpleaños. El Tata apareció con un paquete cuidadosamente envuelto, sonriendo como un niño feliz. La abuela venía atrás murmurando algo. Nos besaron a los dos; el Yuyo estaba ansioso esperando el regalo, por lo que soportó los consabidos tirones de oreja -él tenía suerte, eran muchos menos que los que me tocaban a mí-, y se quedó mirando al abuelo, cuyos ojos brillaban de contento.

-Hija, tu padre está loco... -la abuela intentaba explicarle a mamá. Pero ya mi hermano rompía el papel del paquete y, apenas descubierto el increíble contenido, se puso a gritar:

-¡Pahhh! ¡Mirá, Mario... mirá! ¡Una caja de Goleadores…!

Era un regalo fenomenal. Una caja igualita a la que había en el mostrador del almacén o en el quiosco, una caja de cien caramelos Goleadores como las que tenían los que nos vendían las figuritas. Una caja verde, con el dibujo y el nombre del álbum, una pelota de fútbol en la tapa, y trescientas figuritas escondidas en su panza. Nunca había visto, ni imaginado un regalo igual. Sin soltar el tesoro, Yuyo corrió hacia el abuelo y se abrazó a sus piernas:

-¡Tata! ¡Tata! -gritaba sin poder decir nada más, y don Ciriaco le acariciaba la cabeza en el colmo de la felicidad.

Entonces hizo algo que tardé muchos años en comprender: le sacó la lengua a mi madre y a la abuela, a las dos juntas. Y después desató una de las más fantásticas carcajadas que yo recuerde.

Mamá empezó a decir:

-Bueno, Yuyito, dame la caja, yo te la guardo y todos los días te voy dando tres o cuatro…

Pero no oímos el final. Ya corríamos hacia el dormitorio y trancábamos la puerta, por las dudas.

Yuyo puso la caja arriba de su cama y empezó a pelar los caramelos para sacar las figuritas. Los Goleadores venían envueltos en papel verde, brillante, que contenía un caramelo cilíndrico, como un "cande", crocante y muy dulce, y tres figuritas, tres Goleadores que venían enrollados en torno a la golosina. Yuyo abría los caramelos y me pasaba las figuritas:

-Vos andá fijándote si las tenemos, Mario.

No paró hasta que terminó con la caja. De tanto en tanto se zampaba un caramelo y me daba otro a mí. Trescientas figuritas, casi todas repetidas, como no podía ser de otro modo; pero conseguimos siete de las ocho que nos faltaban, el faco triplicó sus dimensiones, el álbum estaba casi lleno. Una sombra impedía que la fiesta fuera completa: seguía faltando el Cotorra, la 96.

Yuyo especulaba:

-Claro, el Cotorra es la sellada porque es el mejor de todos los jugadores.

Nadie tenía la 96, y nosotros nos agarramos el sarampión. Yo estuve cuatro días en la cama y una semana sin ir a la escuela, pero lo del Yuyo fue bastante bravo. La fiebre no le bajaba, y el médico empezó a venir todos los días. Mamá y papá estaban muy preocupados, sobre todo por las noches, cuando la fiebre subía y subía. Le daban Aspirinas y Diazol, unas pastillitas cuadradas, de color rosado y medio dulzonas; pero estos remedios no impedían que la fiebre siguiera subiendo. Durante dos noches horribles el Yuyo deliró. Hablaba en sueños y decía disparates. Su mala conciencia le devolvía pesadillas, en que el gallo de doña Aída, la vecina, regresaba para vengar infinitas afrentas, se posaba al pie de su cama y lo picoteaba. Yuyo gritaba:

-¡El gallo, el gallo! ¡Mamá, mamá, el gallo está en mi cama!

Literalmente, lo veía, señalaba con su dedo trémulo a los pies de la cama, muerto de miedo. Yo estaba muy asustado y me costaba conciliar el sueño. De pronto, en plena madrugada, el gallo volvía, Yuyo gritaba, papá se levantaba y le aplicaba paños mojados a la frente, y mamá lloraba. Me veo en mi cama, los ojos desvelados, con el miedo y la pena por mi hermano pesando como una piedra sobre mi pecho. Una noche, en medio de mi angustia, comprendí lo que tenía que hacer: ¡conseguir de una vez por todas la 96 y traérsela al Yuyo! Ahí se mejoraba seguro. Eso era lo que él más quería en el mundo.

Dos días después, cuando volví de la escuela estaba sentado en la cama y parecía sentirse un poco mejor. Apenas me vio entrar preguntó:

-¿Conseguiste la 96?

Yo venía muerto. La había visto, casi la había tenido en mis manos. El Bolo Miraglia, un compañero, la tenía, y encima, repetida. Se la quise cambiar, le ofrecí la mitad del faco, más de cien figuritas, pero no hubo caso. Le propuse jugársela a la arrimadita: todo el faco contra la 96. Aceptó y me ganó. En pocos instantes había quedado pobre de solemnidad. No tenía la 96 y tampoco el faco. ¿Qué le diría al pobre Yuyo? A lo mejor, si le contaba la verdad, le subía la fiebre por el disgusto y se moría. Cuando le dije que no, que no había conseguido la figurita con la imagen de Míguez, me preparé para lo que venía.

-¿Tenés el faco? Prestámelo, que quiero verlo.

-No lo tengo más. Se lo di al abuelo.

-¿Al Tata? ¿Se lo diste al Tata? ¿Y para qué?

-Él trabaja en la estación de ferrocarril, y ahí pasa muchísima gente. Seguro que alguno tiene al Cotorra repetido y se lo quiere cambiar.

Le estaba mintiendo a mi hermano, pero sentía que no podía hacer otra cosa. Se quedó feliz, le pareció una buena idea. Estaba convencido de que ahora llenaríamos el álbum en cualquier momento.

Esa noche jugaban Uruguay y Colombia en el Estadio Centenario, por las eliminatorias del mundial de fútbol. El Tata me invitó, había comprado las entradas y sospecho que quería sacarme un poco de casa, porque la enfermedad de mi hermano me tenía muy angustiado. Era la primera vez que iba al Estadio y la primera vez que iba a ver a Uruguay. El partido fue aburrido y jugamos bastante mal. Yo esperaba una goleada celeste, Colombia era todavía un rival bastante débil; pero el partido estaba terminando y seguíamos cero a cero. En el último minuto, penal para Uruguay. El Cotorra agarra la pelota y la pone en el punto blanco. En el arco, el Caimán Sánchez -que había tenido varias atajadas milagrosas- parecía enorme, impasable. Míguez tomó carrera, sonó el silbato, corrió como desganado, hizo un amague, el Caimán voló hacia la derecha… y la pelota entró mansita contra el palo opuesto. Golazo. Uruguay uno a cero, el Cotorra había salvado a la celeste, me fui contento del Estadio, pensando en cómo iba a contarle el gol al Yuyo.

Lo hice a la mañana siguiente, mientras me vestía para ir a la escuela. Paré el libro de Geografía en el medio del cuarto, tomé carrera y le mostré cómo era el amague, la calidad del Cotorra para engañar a un golero buenísimo como el Caimán, el revolcón humillante de este mientras la pelota se le colaba en el arco, a siete metros veinte de donde él había ido a caer. Yuyo gozaba con mi representación y me pedía:

-Dale, mostrame de nuevo.

Me dejó ir cuando los gritos de mamá, que me apuraba para que no llegara tarde a la escuela, empezaron a acercarse peligrosamente. Cuando salía, me clavó el puñal en la espalda:

-Mario, por favor, conseguí la 96… por favor.

Esa tarde, después de hacer los deberes, me puse a mirar el diario y a leer la crónica del partido. Había una foto del arco colombiano con Sánchez caído sobre un poste, y la pelota entrando contra el otro. Y también había una foto chiquita de Míguez, encima de un recuadro que repasaba varios goles similares que, en otras oportunidades, había hecho el crack. Tomé las tijeras y recorté la foto. Era papel de diario, pero no importaba. Expliqué mi idea a papá y le pedí que pintara la foto con mucho cuidado, la camiseta de Peñarol en el pecho de Míguez, la cara y los brazos de este, un fondo igual al de las figuritas. Papá era un mago con los colores e hizo un trabajo perfecto. Después le rebajó los bordes hasta darle el tamaño justo, y la pegamos en el álbum; quedó bastante parecida.

Llevé el álbum al cuarto. A Yuyo le estaba subiendo la fiebre y tenía los ojos turbios.

-Yuyo -le dije-, ¡llenamos el álbum!

Me miró incrédulo, la boca entreabierta, la mirada pesada y sin brillo:

-A ver, mostrame.

Fue derecho a la página doce, y allí estaba Peñarol completo, el Cotorra brillando con luz propia, el álbum lleno. La felicidad de Yuyo, abatida por la fiebre, asomaba en una sonrisa débil que se quedó en sus labios cuando se durmió, el álbum caído a un lado de su cama. Supe que al día siguiente amanecería completamente curado. Esa noche hubo una tormenta terrible. Me desperté varias veces con el estampido de los truenos y el latigazo seco de los rayos. Varios cayeron cerca de casa. Llovía a mares, la lluvia golpeaba el techo de zinc y nos envolvía en un rumor a la vez sedante y atemorizador. Muy tarde conseguí conciliar el sueño, la cabeza precavidamente ubicada bajo la almohada. Yuyo durmió de un tirón, sin enterarse de lo que ocurría a su alrededor.

Despertamos en medio de un lago. El agua había inundado el patio y se había colado a raudales bajo la puerta de nuestro dormitorio, cuyo piso estaba totalmente anegado. El Goleador flotaba mansamente, derivando hacia donde lo llevaba la suave corriente del agua que empezaba a bajar, regresando hacia la puerta. Me quedé un rato mirándolo consternado. Estaba totalmente empapado, algunas hojas se habían desprendido y navegaban por su cuenta. En eso, Yuyo despertó. Tardó en comprender lo que había ocurrido, pero no dijo nada. Su mirada había cambiado, ya no tenía fiebre y parecía feliz. Me miró, sonriendo con su boca medio desdentada y preguntó:

-¿Cómo hiciste? ¿Cómo conseguiste la 96?

Resolví seguir con mi historia:

-No la conseguí yo, fue el abuelo.

-Ah, claro… -se quedó pensando-. Claro, se la cambió a un tipo en la estación.

Y ahí me metí hondo en la fantasía, por el Yuyo, por su sarampión, para que no se enfermara nunca más:

-No, fue el mismo Cotorra el que se la dio.

-¿El Cotorra…?

Quedó con la boca abierta.

-¿El Cotorra se la dio?… pero, ¿cómo fue Mario? ¿Cómo hizo?

-El Tata tuvo que ir a hacer una inspección a la Estación Yatay y el Cotorra estaba allí, esperando el ferrocarril. Creo que iba para Rocha o un lugar así, un poco lejos. Entonces el Tata le habló y le dijo que a sus nietos les faltaba la figurita suya, la 96, para completar el álbum, que a lo mejor él tenía alguna que le sobrara…

-¡Y tenía! ¡Tenía la nuestra y se la dio…!

El Yuyo se emocionaba con mi historia, ¡el mismísimo Oscar Omar Míguez le había dado al abuelo la 96!

-No, no se la regaló, se la cambió por la de Ambrois, que a él le faltaba.

-¿El Cotorra no tenía la de Ambrois? Nosotros teníamos como seis de Ambrois en el faco…

-Sí, pero el Cotorra no la tenía. Le dijo al abuelo que le daba la 96 por la de Ambrois. No la tenía porque cuando quiso cambiársela a Ambrois en el vestuario, este le dijo que no, que de ninguna manera. Estaba caliente por los goles que Míguez le metió a Nacional en el clásico y no se la quiso cambiar… Entonces el Tata le dio la de Ambrois…

-La 68…

-Sí, la 68. El Tata se la dio, y el Cotorra le dio la 96 y se quedó loco de la vida porque él también había llenado el álbum. Se hizo amigo del abuelo. La cara del Yuyo irradiaba felicidad. Yo miraba el Goleador flotando deshecho en el agua y miraba al Yuyo. Ya nada importaba, había logrado su meta ¡y de qué manera!

De pronto revoleó los ojos y frunció el entrecejo haciendo como que pensaba y me dijo:

-Ambrois no llenó el álbum.

Era la conclusión lógica de mi historia.

-Claro -le contesté-, a él todavía le falta la 96. Yuyo apretó los puños, como para festejar un gol, se mordió el labio inferior, sacudió la cabeza y, satisfecho, dio por concluido el caso:

-Que se joda por insolente, ¿no?

Cuento incluido en el libro "Colgado del travesaño" (Alfaguara, Montevideo, 2005). )


Carlos Abín