Fecha

2014

Categoría

Narrativa

La ocupación de Yorick es engañar mujeres. Lo digo así, desde la prerrogativa que me da la amistad, para que nadie se llame a engaño con su personalidad encantadora. Las elige fáciles, en el sentido retorcido en que resultan fáciles las buenas personas, y eso, según Magnum, le quita puntos a su lucha. Porque ninguno de nosotros, aun sabiendo nada de psicología, duda de que lo suyo es una guerra. Comenzó quién sabe cuándo, entre las sábanas infantiles, y terminará cuando alguna perra le calce los puntos.

Al comienzo fue nuestro cliente, al poco tiempo de que The Message empezara a funcionar. Lo reclutó Magnum y nos dio trabajo enseguida, porque realmente era un tipo solicitado para lo que nosotros ofrecíamos al mercado. Ahí ya me di cuenta qué clase de hombre era, pero en ese entonces estábamos ansiosos por facturar y no me importó. No es que ahora me importe en un sentido moral, claro está. Nadie respira ingenuidad aquí. En rigor, si nuestro negocio floreció de modo explosivo fue gracias a tipos como Yorick. Y a que supimos contratar un personal de primera que llenaba las cláusulas básicas (discreción, celibato, anonimato). Algunos de ellos ya murieron, por las más diversas razones (pues The Message era un trabajo full time pero podía compartirse sin problemas con un empleo público, o de taxista o de obrero de construcción), pero nadie renunció jamás ni fue despedido, y eso, para una empresa nacional, ya es decir. Asimismo debo declarar que la mayoría de las relaciones interpersonales asistidas a través de nuestro servicio fracasaron. No porque nuestro servicio fuese malo, sino porque –estadísticamente- la mayoría de las relaciones fracasan.

El primer caso de Yorick lo tomó Hudson, un empleado modélico, de esos que jamás se enferman ni piden aumento. Le elegimos el nombre de Hudson por el río y nunca nos dijo el verdadero. Si lo miramos en perspectiva, era el tipo de caso sencillo que hacía que nuestra empresa de mensajería falsa pareciera incluso respetable. Se trataba apenas de contestarle los mensajes telefónicos a la chica de turno de Yorick. Se sabe de sobra lo afectas que son las mujeres a mandar mensajes y lo crítica que se puede volver una relación (amorosa, amistosa, laboral, religiosa, etc.) si dichos mensajes no son contestados, o se responden con demora, o con desgano, o sin el beso final, o con un frío O.K. La idea de Magnum fue genial y humanitaria. Los mensajes nos eran derivados en código por un arreglo con cada cliente, y las especificaciones puntuales hacían imposible el más mínimo error. ¿Qué necesidad tenía un ejecutivo de estar respondiendo a su esposa veinte mensajes diarios comunicándole cualquier estupidez? Sabido es que los mensajes JAMÁS expresan algo importante. No se comunica una muerte, o un nacimiento, o un negocio millonario, por un mensaje de texto. La esposa del ejecutivo quedaba invariablemente satisfecha al cabo de varios “si, querida”, “excelente, qué buena idea”,“ahora estoy en una junta pero de noche hablamos”, “yo también te quiero”, “besito”.

Si el cliente lo solicitaba, a cualquier hora del día o la noche podía exigir un reporte completo de mensajes recibidos y enviados. Casi nunca era preciso, pues todo se realizaba en el más estricto ámbito de vaguedad, categoría que no predispone a la insistencia más que a una parte reducida de la humanidad.

The Message se especializaba en controlar las ansias, reducir los pánicos, dilatar los adioses, aliviar las esperas. Caratulábamos los casos de acuerdo a su orden de prioridades: disuasión, conquista, rechazo, irla llevando, engaño, humillación, etc. A menos que el cliente solicitara otra cosa, procurábamos que el emisor del mensaje quedara satisfecho y sosegado con la respuesta recibida, sobre todo si tal respuesta incluía una dosis alta de burla o ironía –niveles que el éxtasis del amor impide ver. En la mayoría de los casos la tipología era estándar y la resolución también. Se trataba de gente que no quería perder a otra gente pero tampoco quería sufrir el esfuerzo de conservarla. O que no querían perder determinadas utilidades pero no soportaban representar la normalidad. Yorick fue, desde el comienzo, un cliente especial.

La banalidad de este trabajo sólo podía ser compensada por una dedicación absoluta. Y, como tantas cosas en la vida, lo que comenzó siendo un juego nos terminó absorbiendo. A los pocos meses, The Message funcionaba las 24 horas los siete días de la semana. Como la mayoría de nuestros clientes eran hombres, por una cuestión de psicología básica contratábamos empleados hombres, si bien para casos emergentes en los que era preciso responder a mensajeadoras difíciles (mujeres a las que no satisfacían jamás las respuestas elementales de la masculinidad pura y cruda) habíamos contratado a la Dietrich, una delgada y anodina ex profesora de literatura nada parecida a la legendaria actriz; vaya uno a saber por qué se eligió ese pseudónimo.

Según Hudson y la Dietrich, nuestra tarea era una suerte de cruzada humanista que mantenía vivos los inexplicables vínculos que unen a las personas. Al revés, Magnum y un poco yo, sosteníamos que cualquier relación que necesite un mensaje para tenerse en pie está condenada a fracasar, si no es hoy es mañana, y que The Message prosperaba porque hay gente (nuestros clientes) harta de la hipercomunicación. Hudson en cambio solía decir -alzando la mirada estrábica un metro más allá de la realidad- que la empresa era la tabla de salvación que impedía que un puñado de desgraciados (nuestros clientes) se ahogaran en la soledad. Ese exceso romántico hizo que más de una vez debiéramos llamarle la atención por intensificar las conversaciones a grados innecesarios. Pacientemente Magnum o yo le explicábamos que lo melifluo y excesivo atenta contra la profundidad de las relaciones, que no se intensifican más con fuego que con hielo, con palabras que con silencios, con presencias que con ausencias. Pero aun así el tipo iba y –sin salirse del perfil marcado por el cliente, claro- exageraba las muestras de afecto, multiplicaba los besos y abrazos. En definitiva, malenseñaba, como se malenseña a los perros que luego no dejan respirar al dueño y reciben una merecida patada de saludo.

Las relaciones afectivas de Yorick no duraban más de algunos meses. Podían calcularse así: un mes para la conquista progresiva (mensajes insistentes pero cautos, subidos de tono si la persona respondía en el mismo canal, atentos, elogiosos), dos o tres meses para afianzar el objetivo conquistado (la cama) a través de mensajes eróticos subrayadores del éxito de la relación, y luego un lento pero sostenido declive a través de mensajes replegados, corteses pero tibios, educados pero distantes, con poco o nada de erotismo aunque la relación sexual se mantuviera. Al sexto mes (en los contados casos en que sus relaciones duraban tanto) los mensajes eran iniciados invariablemente por ellas. Respondía algunos y “olvidaba” otros. La clásica excusa del aparato cargándose, dejado en casa, con buzón lleno, etc. Para un observador externo, en tanto más funcionaban sus relaciones más trataba Yorick de terminarlas. La contradicción era evidente para las pobres mujeres, que por un lado sentían la llama viva (Magnum sostenía que no era otra cosa que la incapacidad femenina de diferenciar amor y sexo) y por otro el frío polar extenderse.

Cada vez más temprano, incapaz de hacer daño flagrante con un adiós inmotivado, pero abrumado por su propia exigencia interna, Yorick nos contrataba. Su especificación fundamental era: en cuanto Ella comience a involucrarse, poner un freno. Movido por la compasión ante la tercera o cuarta Ella que le tocó mensajear, Hudson sugirió poner sobre aviso a la chica para que adoptara otra estrategia. Nos vimos obligados, por supuesto, a quitarle el caso; no íbamos a echar por la borda la seriedad del negocio por consideraciones sentimentales. En esos momentos de quiebre, la Dietrich nos estudiaba, cautelosa, sin decir palabra. Por otra parte, no terminábamos de entender a esas mujeres que insistían sobre lo que a todas luces no tenía vuelta. Magnum las encasillaba en el rubro de autoestima baja, fealdad física, traumas sexuales, coeficiente intelectual mínimo, baja extracción social, etc. Cuando conocí a Yorick en persona y nos hicimos amigos supe que no era así, y menos entendí que le hubieran tolerado tanto desapego, humillación y crueldad. Si la Dietrich hubiera tomado su caso hubiera diagnosticado sin más “violencia psicológica” y no le hubiera errado. Eran –la estoy oyendo, moviendo sin parar sus labios finos con promesa de ensanche- mujeres como rocas, que confiaban en cambiar la naturaleza del hombre por la sola fuerza del amor, algo utópico acá y en todo el mundo. Igual que el golpeador, el tipo manipulador e invernal es inmutable. Si bien la Dietrich, como veremos, llegó al caso por otro lado, lo advertimos tarde. Siempre supe que contratar a una mujer no sería buen negocio, pero Magnum quería darle a la empresa –vaya uno a saber por qué, puesto que nunca estuvimos legalmente establecidos ni precisamos más publicidad que el boca a boca- visos de ecuanimidad de género. También sabía que hacer amistad con un cliente no era bueno, pero Yorick era encantador, ya lo dije.

Como habrán notado, si todo esto está dicho en pasado es porque The Message cerró.

La última conquista de Yorick me fue presentada como su “amiga” una tarde en que de casualidad nos cruzamos en la playa. Yo leía “Marionetas SA” de Bradbury, préstamo de la Dietrich, cuando la gigante sombra de Yorick cayó sobre la página. Se detuvo apenas un minuto para un saludo de rigor y siguió caminando con la chica medio paso detrás, cargando cada uno una reposera. Imagino que me habrá señalado como un “conocido” o “colega empresario” o “amigo de infancia” o cualquier denominación no comprometida. Por lo que pude atisbar de la mujer no parecía del tipo inquisidor ni desconfiada. Caminaba como una esposa de las que se casan vírgenes, si tuviera que definirlo. En mi lugar, Hudson habría deseado que esa relación le llegara al alma. Yo, en cambio, tuve la certeza de que era peligrosa. A los pocos días, Yorick me invitó a cenar a su apartamento. Era el hábitat ordenado, limpio, exigente y snob de un psicópata. Cada cosa en su lugar, un lugar para cada cosa. No sé por qué pensé eso, porque Yorick me caía la mar de bien. Como con cualquier visitante (estoy seguro) prendió el aire acondicionado, puso música agradable, sirvió bebida y dejó fluir la conversación por variedad de asuntos que iban desde nuestros respectivos negocios a nuestras familias, amistades, proyectos futuros, etc. No mencionó a la “amiga”. Supe de sobra que semanas o meses más tarde otro Yorick llamaría a The Message con un paquete de instrucciones. Si tuviera que definirlo, el tipo era “preciso”. Cada emisión verbal suya parecía venir escrita, caía lenta, contundente, sin titubeos. Tenía facilidad para las bromas sencillas y las analogías, sus palabras podían verse, tocarse. Incluso en la conciencia plena de que eran clisés, sus pensamientos tenían relieve y carecían del tufo a sabiduría que los hubiera hecho ridículos. O tal vez sólo era que procedían de un cuerpo y un rostro hermosos, no lo sé. Como sea, más de una vez tuve la sensación de que estar ahí, escuchándolo y viendo la puesta de sol desde su terraza, era lo único que necesitaba para estar en paz.

Curiosamente, la mayoría de las opiniones que Yorick vertía no eran enaltecedoras. Despreciaba a los pobres, se burlaba de los deformes y –exceptuando su círculo íntimo y aun así con restricciones- no parecía sentir afecto por nadie. Era capaz de ayudar, sí, pero su altruismo tenía una veta de insinceridad demasiado ancha. Era leal al concepto, pero insensible ante lo concreto y duradero. Era caballeroso con sus mujeres, atento, servicial, pero la misma mano que abría una puerta o servía un manjar era la que exigía silencio cuando la voz de ellas demandaba una explicación o una disculpa. Se declaraba fiel sexualmente –y no hay por qué creer que fuera mentira- pero evitaba cualquier compromiso que le hiciera sentir a la chica de turno que la relación perduraría. Según decía, hacía años que el término “pareja” había desaparecido de su diccionario. Sin embargo, escogía el tipo de mujer que buscaba eso, una estabilidad armoniosa, visible y recíproca. Jamás prostitutas ni mujeres fáciles capaces de ponerle cuernos a la primera negligencia, ni casadas con ganas de un revolcón. Extraía de las relaciones todo el jugo sexual que podía, alentando por un lado y desestimulando por el otro esa necesidad humana de sentirse algo más que un pedazo de carne. (Estoy tomando palabras de la Dietrich, a quien en el breve romance de una noche y en una infidencia que me saldría cara, puse al tanto de lo poco que sabía de Yorick). Aclaraba a cada nueva mujer que no pretendía engañarla: que lo que daba era eso y nada más, que no habría profundizamiento sentimental, y que no esperaran que su corazón se abriera. El peor de los engaños, sentenció Dietrich. Con eso las conquista –me explicó-, con dureza abajo y blandura arriba: sólo un idiota puede razonar así.

Al cabo de casi un año, una eternidad según lo veo, las instrucciones de Yorick para la “amiga” llegaron, lapidarias. Magnum trabajaba en el caso de un cirujano con esposa y tres amantes, Hudson había sido derivado al área de respuestas comerciales, y el último mensajeador que trabajó para Yorick había muerto de una caída mientras reparaba una azotea. Lo tomé yo. Días después, llegó el caso de Rebeca Linares. Dietrich lo tomó de inmediato, sin mirar siquiera las instrucciones y sin dejarme ver la carátula. Cuando le pregunté quién era Rebeca Linares me respondió secamente “una actriz porno, de esas que vos ves”. Fue inútil tratar de sonsacarle la identidad real de la clienta o al menos la del destinatario.

Quizá porque un año antes conocí a la “amiga” o porque en el fondo soy un ser sensible, escribir con una daga hacia esa mujer a todas luces paciente, enamorada, respetuosa y cariñosa (lo que hubiera deseado yo mismo de la Dietrich, que me escupía cuando quería y sospecho que se encamaba hasta con el adefesio de Magnum) no me hacía bien. Era penoso confirmar cada día cuánto se preocupaba por él. Cuando me hacía preguntas concretas –referidas sin duda a temas que el hombre le confiaba en la intimidad- o tiraba alusiones crípticas que yo no descifraba, me veía obligado a usar la respuesta evasiva de rigor: “eso prefiero hablarlo en persona”. En mis charlas con mi amigo Yorick trataba de sacar el tema, pero me topaba con una cordial pared de silencio. Y más allá de eso, lo notaba tenso, agobiado por algo que no me iba a contar. No era dinero ni era familia ni era amistad, sin embargo, todos esos casilleros, siempre separados y controlados, parecían estar a un tiempo bajo una nefasta órbita de influencia. No se desprendía del celular y tenía ojeras profundas. En su apartamento, el polvo dejaba una pátina grosera.

En The Message, en tanto, la facturación caía como cada primavera. Apenas la Dietrich, manejando su “cuenta estrella” y algunas más, llegaba a los montos exigidos.

En la plenitud del verano, leyendo un diario, volví a toparme con Yorick y su “amiga” en la playa. Portaban las mismas reposeras que el año anterior, ella con igual sumisión de geisha, vestido blanco y mochila a la espalda, pero un brillo de hielo en la mirada que me dirigió, como si lejos de haberme olvidado me reconociera de toda la vida. Me costó conciliar esa mirada con la mujer que cada día me enviaba mensajes bien escritos, divertidos o sensuales, preocupados o aterrados, pero en el fondo (yo lo sabía y ella también) implorantes de una migaja de cariño del hombre que la cogía sin amor y cada tanto - supremo gesto de magnificencia- la llevaba a la playa. Yorick, caminando ensimismado, no me vio. Se acomodaron a pocos pasos de mí; ella, solícita, le pasó bronceador. Cuando él entró al agua ella fingió, estoy seguro, una leve torcedura de pie, y volvió a sentarse. Mientras Yorick se bañaba, todo su cuerpo tenso en la búsqueda de un relax oceánico, la mujer tomó su celular y el mío sonó bajo el código de Yorick.

El mensaje era simple, su tono asertivo y letal. Lo borré instintivamente y desde luego no respondí. La vi levantarse y correr hacia el mar, donde conversó unos momentos con Yorick y le robó un beso breve antes de que él saliera del agua, tropezando varias veces con piedras reales o imaginarias. El celular de él sonó en dos ocasiones con el pitido de un mensaje que leyó sin responder, mirando consternado en todas direcciones. Al cabo de diez minutos la mujer salió, indemne ante el embate de las olas, sacudiéndose el pelo y chorreando agua desde un bikini minúsculo que –recién lo advertí- le sentaba nada mal. Algo en la manera ondulante de mover las piernas y las caderas, algo en la tirantez de los pechos y sobre todo algo en su jodida actitud de esposa que no es esposa, novia que no es novia, puta que no es puta y amiga que no es amiga, me decía que algo en todo esto no encajaba. Yorick, atento, la cubrió con una toalla y la frotó suavemente. Envuelta en la toalla se sentó y sacó un libro de la mochila.

Volví a la lectura de mi diario, decidido a no dejarme perturbar por una historia que después de todo estaría decidida en algún lugar ajeno a mí y a The Message. Esa semana le había planteado a Magnum la necesidad de despedir a la Dietrich, que manejaba sin reportarlo un caso sospechoso, pero me contestó secamente y con una autoridad un punto superior a la de un socio que eso no era asunto mío y que había problemas más serios, como la amenaza de sindicalización de algunos empleados en procura de regularización, aumento de salario y otras yerbas imposibles de cumplimentar en la legalidad. Debí quedarme dormido, porque en determinado momento abrí los ojos y el cielo entero se había encapotado con nubes de tormenta y la gente empezaba a cerrar sus sombrillas y caminar presurosa hacia las rampas de salida. Vi cómo Yorick y su “amiga”, sin mayor prisa, plegaban sus reposeras al tiempo que gotas enormes y frías empezaban a caer. Pasaron delante de mí sin mirarme, tomados de la mano, y bajo la negrura del cielo, en la nalga derecha y tostada de ella, vi el tatuaje blanco de un corazón. Lo había visto en alguna otra parte. Por mirar el tatuaje casi no me di cuenta de que llevaba en la mano, sin importarle que se fuera mojando, El hombre ilustrado, en una edición idéntica a la que Dietrich me había prestado un año atrás. Mi diario se deshizo, sobre el agua caían relámpagos y en pocos minutos no quedó nadie. Tendría que haberme levantado en ese momento, haberlos seguido y dar por concluido todo, pero sentí de golpe que la decisión no era mía, que nada de eso tenía que ver conmigo, cuando recordé que así, exactamente así de cercano y distante, era el corazón pálido que Rebeca Linares lucía, tatuado en su nalga, en mis noches solitarias.

Cuento publicado en el libro 22 Mujeres editado por la editorial Irrupciones, Cuentos uruguayos contemporáneos editado por la Cámara Uruguaya del Libro y Caja Negra> libro de relatos de la autora.


Mercedes Estramil