Fecha

2006

Categoría

Poesía


I

Mirar desde la siesta
las ramas amarillas de los plátanos.
Mirar mientras se pueda,
sin saber,
el día que termine esta faena,
hacia dónde se pierde lo mirado.


Nocturno

Desde el balcón la noche zigzaguea
detrás de un gato. Guiña un farol
su lumbre amarillenta e imprecisa.
Un caballo tirado de algún carro
va encendiendo los perros de la cuadra.
En la vereda opuesta un velador
arde hasta tarde. Burla las persianas
el melodiar de un tango borroneado
en una radio mal sintonizada.
El viento del sudeste infla la noche,
las ramas esqueléticas arquea.
Tictaquéa el reloj y es del insomne
la fiesta en los manchones de humedad.
Un tren de carga silba en otro barrio.
Otro caballo tira de otro carro.
Cielo plomizo, vaga claridad.


Después de la lluvia

Devoró los paraguas la tormenta,
y escupiendo esqueletos como pájaros
que agitaban sus alas –honda noche–
al pie de un árbol seco o de un farol,
nos traía las horas despiadadas,
el encierro del cuarto y el del cielo,
una musa famélica y una tarde
olvidada de sol en una foto.


SONETANGOS

I

Mientras la Marylin desvencijada
ordenaba las copas con desgano,
al propietario le tembló la mano,
soñando un riachuelo, una enramada.

De los hombros les cuelga otra jornada.
No hay cambio ni botellas y es en vano
querer sentirse un poco ser humano
en esa indescifrable mascarada.

Suenan violín y fueye. Un contrabajo
zumba entre moscas. Cae un cenicero.
El propietario espera algún atajo

desde la muerte diaria al paraíso.
Marylin afiebrada lava el piso,
semiencorvada como un relojero.

II

El propietario duerme –¿quién lo sueña?–
sobre el cajón de la registradora.
El mozo escobillea y a esta hora
no hay propinas, ni copas, ni una seña.

Dando vuelta las sillas no se empeña
en toserse las manos. La demora
no tiene segundero. Inquisidora
la pupila del otro se lo adueña.

El propietario dice que la tarde
será la última tarde. No hay remedio.
El mozo silba y sirve un medio y medio.

Se miran al pasar. No habrá mañana
como en las que el sol retumba y arde.
La cortina enceguece a la ventana.


Mvdeo

Montevideo es esa puta triste
a la que vuelvo siempre. Sometido
a oscuros cafetines donde insiste
en darme lo ganado por perdido.

Un cielo de fregón descolorido
nubla los ojos del que la desviste,
y andando sin andar, el recorrido
se vuelve circular. Cuando le asiste

la mañana de enero lo olvidamos.
Paseamos la pobreza en manga corta
rodeados de jazmines y glicinias.

Y en marzo, una vez más, por las esquinas,
el sueño tropical se nos acorta,
volviendo al viejo carro que arrastramos.


Siete Locos Lanzallamas

en memoria de Roberto Arlt

Anda Remo a la deriva
chupándose los dientes y escupiendo
pedacitos de dios por Buenos Aires.
Espera en una esquina que se vengan
abajo rascanubes y abogados.
A veces aparecen las figuras
de Elsa y de la renga trotacalles;
o Ergueta con la biblia y el pasaje
donde Yahvé les cuenta a los cristianos
que el Hombre es una cosa sin sentido.
En los claustros discuten el proyecto
de una revolución de la desgracia.
El Astrólogo en su sillón de terciopelo,
como el del parque que se continuaba,
y Haffner con las balas en el pecho,
y Remo con la barca a la deriva:
discuten amparados por la guardia
del Hombre que miraba a la Partera,
la forma de nublar los buenos aires
con aires de fosgeno o derivados.
Barsut sonríe imaginando
un cínico paseo en limusina
por las Jolibudenses bocacalles.
Mientras Remo se vuelve desnorteado
a la pensión donde la niña bizca
ignora con sus pechos puntiagudos
que una bala le busca la cabeza.
Las callecitas de Temperley
tenían ese qué sé yo ¿viste?

Los locos eran siete lanzallamas
soñando con la vida derretida.
Agitando legiones de suicidas,
de rojos y de negros anarquistas.
Hipólita rengueó con el castrado
Y Haffner se quedó sin los burdeles;
cayó con siete balas el gigante,
aquél que vio una vez a la Partera.
Barsut cantó a los canas la movida
y Erdosain murió como moría
con un tiro en el pecho Maiakovski.
Habrá rosa de cobre para rato
pensaban los Espila entusiasmados.
Los locos eran siete Lanzallamas
y Remo una barcaza a la deriva.


Onetti

El paraíso es una cama grande,
para uno solo.
Y una mujer sonando su violín.
Y un viejo entre novelas policiales,
con su violín debajo de la sábana,
para poder mear mientras escribe.

Horacio Cavallo